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jueves, 10 de junio de 2010

Empieza la Argentina

Por MARTÍN CAPARRÓS


Toquecito a Villoro:

Ay, caro güey, ¿cómo no suponer que me hablas de arbitrajes mexicanos como baja venganza por mentarte a Maxi? ¿Y qué otra respuesta me dejas, desdichado, que lanzarte con carrillos henchidos “¡Codesal!”, insulto bruto entre mis compatriotas, del nombre de aquel mexica dizque juez que nos sustrajo con penal penoso la final del Mundial del 90? Lo recuerdas, seguro: fue aquel en el que Maradona, rengo de toda renguitud, empezó su romance con la televisión usándola para que cientos de millones le leyeran los labios que decían, a sus anfitriones italianos, hijos de puta, hijos de puta. Pero no voy a dejar, por hoy, que me distraigas: quería contarte lo que me pasó la semana pasada, cuando llegué a Dhaka.

–Lo estábamos esperando.

Me dijo el bengalí que me recibió en el aeropuerto, y se rió. Yo no entendí el chiste: si no hubiera estado esperándome, ¿qué haría parado a la salida del aeropuerto con un cartel con mi nombre en la mano? Después me subí al coche, salimos, entendí: la ciudad rebosaba de banderas argentinas.

Dhaka, la capital de Bangladesh, la ciudad más horrible y más lejana, rebosaba de banderas argentinas; sin dudas, muchas más que en Buenos Aires. Había, también, bastantes brasileñas, algunas alemanas y españolas, incluso una italiana; la argentina era la más presente. Me explicaron que era por el Mundial. Bangladesh no tiene un equipo de fútbol digno de ese nombre, el deporte nacional es el cricket y no hay un bengalí que sepa tirar una pared, pero no querían quedarse tan afuera del mundo, así que se buscaron una forma vicaria de sentirse adentro:

–Sí, somos muy fans de la Argentina. De Brasil también, pero más de Argentina.

–¿De Argentina? ¿Por qué?

–¿Cómo, por qué? ¡Por Maradona!

Para ellos Maradona sigue allí, pese a Codesal, pese a los años, pese a que tú, vano de tu flacura, lo llames un gordito.

–Pero ya no juega.

–No, pero es el jefe, ¿no?

Lo cual constituye la superación dialéctica del diálogo clásico, ése que ya he escuchado con todos los acentos:

–Where are you from?

–Argentina.

–Ah, Argentina… ¡Maradona!

Dicen siempre, y se ríen. Lo tengo dicho, repetido: “No se me ocurre ningún otro caso de país tan uniformemente sintetizado, definido por la figura de un señor. El vocabulario global pronuncia muy pocas palabras argentinas: tango ya tiene casi un siglo y después, además de maradona, la única voz que le dimos al mundo es el neologismo desaparecido. El jugador Maradona apareció en el momento justo en que la televisión empezaba a llevar el fútbol a los confines más lejanos: miles de millones de chinos, rusos, indios, africanos que nunca oyeron hablar del gaucho, de Evita, de Gardel, y que no relacionan a Guevara con el país donde nació, han visto a Maradona cacheteando pelotas –y es lo que saben de nosotros. Alguna vez terminaremos de aceptar que para dos o tres mil millones de personas la Argentina y los argentinos –todos los argentinos, las vacas, las montañas, los presidentes, los violadores fugitivos, el novio de tu hermana, aquel triciclo, los inmigrantes bajando de los barcos, el cielo de humahuaca, el peronismo, la esquina de carabobo y cucha cucha, la marcha de san lorenzo, tu futuro, los ovejeros belgas y hojitas y sánguches de miga, las pastillas refresco, tlön uqbar orbis tertius, este papel manchado– no somos nada más o nada menos que la confusa nube de pedos que aureola la pierna izquierda del Gran Diez. El mundo está lleno de personas que nunca oyeron hablar de la Argentina pero sí de Maradona; el mundo está lleno de otras personas que sólo oyeron hablar de la Argentina porque oyeron hablar de Maradona. En el mundo –para todos los que no son vecinos o europeos con parientes o tercermundistas más o menos cultos–, la Argentina somos él. Digo: para miles de millones de personas somos él. Es un destino. Supongo que podría ser mejor. Y podría ser, también, mucho peor”.

Y lo volvía a pensar, en Dhaka, mientras miraba banderas argentinas: que estaban ahí por Maradona. Es demasiado para un solo pibe de Fiorito. Pero lo más impresionante fue cuando me contaron, más tarde, la historia de ese muchacho que murió por la patria. Como verás, Villoro, no sólo los tuyos hacen esas cosas. El muchacho tenía 24 años y era módicamente pobre –en Bangladesh ser pobre significa no ganar ni un centavo y comer de vez en cuando; ser módicamente pobre implica tener un trabajito informal y llevarse 70 dólares por mes–, pero ese día había conseguido algún dinero y decidió darse un gusto. Entonces pagó 150 takas bengalíes –2 dólares– por una bandera de un metro y de Argentina. Bravucón, buscó el árbol más grande de su barrio, un manguero, para clavarla en esa cumbre donde todos la vieran. Aquí no sólo se trata de poner banderas; se trata de ponerlas muy grandes y en lugares muy raros. En estos días he visto banderas argentinas en una pista de aterrizaje, en un tanque de guerra, en el medio de un lago, en la cabeza de un búfalo de agua. Así que el muchacho decidió enarbolar su enseña y empezó a trepar. Trepó poquito; al cabo de unas cuantas ramas fue al suelo con grito y se partió la crisma: se murió. Es cierto que morirse en Bangladesh no es lo mismo que morirse en otros lugares –ni siquiera en México, no creas. Aquí suponen que las personas sobran, así que se mueren sin parar; se mueren inundadas porque viven en campos tres centímetros por encima del nivel del mar, se mueren enterradas porque viven en edificios que se derrumban o se incendian a la menor provocación, se mueren enfermas porque se enfermaron. Se mueren, todo el tiempo se mueren.

–Querida, esta noche no me esperes a cenar que tengo que morirme.

–Bueno, amor, pero no vuelvas demasiado tarde.

Aún así, la muerte del patriota pifiado salió en todos los diarios. A mí también me conmovió. Morirse por la bandera ¿propia? es una tontería; morirse por una ajena debe ranquear segundo o tercero en la Copa del Mundo de las tonterías. O debería decir: morirse por la bandera ¿propia? es una estupidez con buena prensa; morirse por una ajena es una originalidad extrema, una obra de arte conceptual que pone en su lugar a todos esos moridores por un trapo. En cualquier caso, el muchacho consiguió hacerse un nombre –aunque yo no consiga recordarlo. “Cuando salgamos campeones –me decían, en primera persona, bengalíes, hablando de nosotros–, vamos a ir a festejar a su barrio, delante de su árbol”: consiguió, no es poco, un árbol y la sombra lejana de una patria.

Bengala, la semana pasada, era una improbable provincia argentina. Y esta semana en Cairo, sin banderas, también muchos me han dicho que van por la Argentina. Me paso la vida dando vueltas por ahí y nunca nadie se interesa por mi país de origen –salvo en estos días. La Argentina es un país estacional, intermitente. Otros existen más a menudo; la Argentina aparece en el mundo con toda regularidad cada cuatro años, a mediados de los años pares no bisiestos: sólo por el fútbol. Pasado mañana empieza la Argentina. Va a durar un mes, habrá que aprovecharlo. Después, a partir del 12 de julio, vamos a volver a ser la Bella Durmiente que espera el pelotazo del príncipe encantado, caro güey: un país tanto más chico que el tuyo, más fallido. Y, sin embargo, ay de ti, no vi en toda Bangladesh ni una bandera mexicana. El mundo, lo sabemos, vive equivocado.

– Martín Caparrós


Publicado en el blog Jugadas de pared de la revista Letras Libres.

¿Copa del Mundo?

Por JOAO PAULO CUENCA

Baja la temperatura en Rio de Janeiro. 18 grados es suficiente para que las mujeres cariocas usen botas de cuero, bufandas y sombreros.

Los hombres, también constreñidos por el frío, caminan por centro de la ciudad con las manos metidas en los bolsillos de abrigos arrugados.

Un poco antes del almuerzo, la fachada de una tienda de electrodomésticos muestra el último partido amistoso de la selección brasileña antes de la Copa en muchos aparatos de televisión. En otros tiempos se vería una multitud apiñada en la vereda pero hoy son pocos los que se mueven para ver a Brasil entrenándose contra Tanzania días después de que la selección más vencedora de la historia hubiera prestigiado la dictadura de Mugabe por algunas pocas monedas en Zimbabwe.

Con la pereza de una selección sin carisma y de un técnico antipático que pasa la mayor parte del tiempo de sus entrevistas atacando a la prensa, los diarios gastan sus páginas hablando sobre las vuvuzelas, el balón Jabulami y los contrastes de la sociedad africana. El clima, aparte del frio, anda agrio por aquí. Y poco interesa que Brasil se haya clasificado para la Copa del Mundo con muchos cuerpos de ventaja, aparte de haber vencido en la Copa América y la Copa de las Confederaciones bajo la administración Dunga. Nombres como Josué, Maicon, Felipe Melo, Elano y Michel Bastos nada significan para el carioca que no le hace caso a la apelación que le hacen las estaciones de televisión en las vísperas de Copa del Mundo. Después de la no convocatoria de los jóvenes Neymar y Ganso (que hicieron un primer semestre cinematográfico en el Santos), aparte de Ronaldinho Gaúcho (que venía ensayando una buena vuelta), el carioca distraído no parece creer que nuestra selección sea una de las favoritas de esta Copa.

Al contrario, es claro, lo que la masacre publicitaria de siempre intenta imponer. Pero hasta en eso hay un divorcio explícito entre lo que se esperaría en vísperas del mundial y lo que se ve –desde que acompaño al fútbol, esta es la Copa en que menos se pueden ver banderas y calles pintadas por la ciudad

En este momento somos una nación distraída, con frío y sueño.

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El mayor dramaturgo brasileño se llamaba Nelson Rodrigues y, junto con su enorme producción para el teatro, era un crítico deportivo apasionado por el fútbol.

Antes de que venciéramos nuestro primero mundial en 1958, cuando “dejamos de ser un país de ordinarios”, Nelson escribió que “la selección brasileña significa todos y cada uno de nosotros. Al fin, ella traduce una proyección de nuestros defectos y de nuestras calidades. En 1950, pasó más que el revés de 11 sospechosos, lo que hubo fue el fracaso del hombre brasileño.”

Nada más opuesto a 2010, cuando esta selección europea de Dunga es una banda de alienígenas.

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Y que la Copa – ¿cuándo es que empieza? – nos guarde alguna sorpresa.


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JP Cuenca (04.08.1978) nació en Rio de Janeiro y es autor de las novelas El día Mastroiani, Corpo presente y O único final feliz para uma historia de amor é um acidente.

Nuestra esperanza se viste de negro

Por JUAN VILLORO

Pase a Caparrós:

Los pases de los futbolistas mexicanos suelen ser laterales. Espero que éste vaya lejos y te alcance en el país donde te encuentras, que para mí sigue siendo desconocido. ¿Estás rodeado de tribus, desplazados, traficantes de armas?

Hubiera preferido que esperaras más para mentar a Maxi Rodríguez, que archivó las esperanzas mexicanas en Alemania 2006. En mi correo anterior elogié las posibilidades de Argentina. Lo hice por admiración pero también por miedo: “No nos une el amor sino el espanto”, dijo Borges. Se refería a Buenos Aires, pero profetizó el ánimo con que los mexicanos encararíamos otro encuentro con Argentina. Nuestra amistad, querido nómada, se puede poner a prueba en el cuarto partido. Si ahora eres capaz de decir “incluso la selección mexicana, recuerdo, ha hecho un gol alguna vez”, ya imagino lo que despacharás con júbilo mexicanicida. Confío en que superemos el trance. Mencionas el fútbol como una de las reservas salvajes del civilizado. La amistad también admite el gozo primitivo y transforma el ultraje en complicidad. Si te digo “pinche”, ya sabes que es de afecto.

Soy abogado de un cliente poco fiable: la selección que ahora se viste de negro (no sé si por posmoderna elegancia o por luto anticipado). Cuando Hugo Sánchez entrenaba al Tri, dijo que la camiseta verde se confundía con la cancha. El despistado mediocampista mandaba un maravilloso pase…¡al césped! Lo cierto es que no abundan equipos con camiseta color pasto. En México está el León, cuyo lema competitivo es “La vida no vale nada”. Alemania también ha usado el verde para su camiseta sustituta, pero a ellos les basta masticar una aspirina para poder con todo.

Creo que la misión oculta del uniforme negro es emular al árbitro, al menos a los de antes, que vestían sacerdotalmente. El árbitro es el máximo aficionado del fútbol. El hincha desorbitado. Obviamente, preferiría jugar en un equipo, pero le faltaron facultades. Al precio altísimo de ser injuriado, sopla la justicia en su silbato. Es su manera de compartir la merienda de los dioses. A tu catálogo de lo que encandila en el fútbol, agrego otro mérito: la injusticia. ¡Qué tedioso sería que el árbitro no se equivocara! La democracia física que describes (en la que un gordo es Maradona y un acelerado de pies torcidos Garrincha), depende de un hombre que suda a diez metros del balón y tiene un segundo para decidir si lo que no alcanzó a ver bien fue un pénalti o una caída de teatral escuela. Esta condición imponderable engrandece al juego y desespera a los locutores que preferirían que el fútbol fuera vigilado por eficientes robots televisivos. En cada partido 22 hombres pretenden ser Aquiles y uno se resigna a ser Héctor. Los futbolistas juegan a ser dioses y el árbitro a ser hombre. Ningún otro deporte tiene un sistema de jurisprudencia tan endeble, es decir, tan parecido a la vida.

Como maliciosamente recordabas, México ha destacado poco, pero contamos con una afición delirante y un buen nivel de arbitraje (lo cual equivale a decir que también en la hierba tenemos buenos aficionados: no es raro que el juez mexicano le pida camisetas o autógrafos a los jugadores que acaba de procesar en la cancha). La administración del error humano ha sido un oficio bien llevado en nuestras canchas. Cuando el árbitro se equivoca en favor de México, una fanaticada que entiende de ilegalidades exclama: “¡Árbitro justo!”

Ideal para el existencialismo o para tocar en un mariachi, el negro no parece el color de la esperanza. México se vestirá así en Sudáfrica, en callado homenaje a los árbitros, esos hinchas extremos que envidian a Adán porque no tuvo una madre que fuera insultada en un estadio.

– Juan Villoro


Publicado en el blog Jugadas de Papel de la revista Letras Libres (09.06.2010)

¿Por qué el fútbol?

Por MARTÍN CAPARRÓS

Pelotazo a Villoro:

A ti te pasa, por una vez, lo mismo que a mí: te intriga –y por eso escribiste Dios es redondo– que la palabra Mundial signifique una copa de fútbol, que a partir de este viernes miles de millones de personas se pasarán un mes mirando embobecidas, enardecidas, ensoberbecidas, decididamente heterocidas cómo once muchachotes de un país patean para un lado y once de otro para el otro.

Y yo también, y tú. No sé si estarás de acuerdo con mi definición: en mi caso, sospecho que el fútbol es el espacio de mi salvajería feliz. Me paso la vida tratando de pensar cosas, de tener cierta mirada sobre el mundo, de no perder el tiempo –en síntesis, soy muy insoportable, sobre todo para mí– salvo en esos momentos: durante dos horas un par de veces por semana toda mi atención, todo mi esfuerzo, todas mis emociones dependen de que ese cuero inflado pase o no pase una raya pintada en el suelo.

Es un momento raro: sé que todo es una puesta en escena para que unos pocos ganen plata, sé que las instituciones del fútbol son una cueva de mafiosos y entruchados, sé que ningún gol va a influir en lo que sí me atañe y, sin embargo, durante esas dos horas, nada me importa más que lo que está pasando allá en el verde, con un nivel de concentración y de tensión que ya querría para otras situaciones. Digo: salvajería feliz, la suspensión del juicio. La salvajería es difícil de ejercer: la hemos dejado sin espacios. Nos quedan, creo, tres –a mí, digo; a ti no sé–: la mesa, la cama y la tribuna. Y los dos primeros producen discursos tanto más complejos: uno puede planificar una vida alrededor de lo que hace en la cama o entender la historia del mundo y la cultura alrededor de lo que pasa en la mesa. En cambio el fútbol no tiene nada de eso: es bastardo, pegajoso y carece de cualquier prestigio, pero sigue siendo tan tontamente apasionante. Es, sin duda, nuestra pavada insigne.

El fútbol ocupa un lugar desmesurado en nuestras conversaciones, nuestras expectativas, nuestro imaginario: eso que solemos llamar nuestra cultura. Hubo tiempos en que los intelectuales lo desdeñaban de un plumazo: era el opio de los pueblos, decían, y era suficiente. Ahora, tiempos de droga dura y pueblos muy confusos, algunos entendieron que no alcanza con decir que el opio es opio: que vale la pena preguntarse cómo droga, para qué, por qué. El fútbol es uno de los grandes inventos de la modernidad, y tiene una curiosa particularidad: podría perfectamente no existir. ¿Te has parado a imaginar, Villoro, un mundo sin fútbol? Los hechos culturales de ese calibre suelen mostrar cierta lógica, cierta necesidad –que los hace más fácilmente comprensibles. Que el espectáculo de los antedichos muchachones haya tomado este carácter de religión mundial era impensable hace cien años –y, por supuesto, casi todo el resto habría sido igual sin eso. Por eso el fútbol es, entre otras cosas, una de las grandes intrigas de la historia cultural del siglo XX. Muchas veces me he hecho la pregunta: ¿por qué el fútbol?

Si tenía que ser un deporte, podía haber sido cualquier otro. A fines del siglo XIX, cuando Britania ruleaba los mares y vendía sus costumbres, había varios juegos que podían haber sido. Aquellos mismos barcos llevaron aquí y allá el cricket, el rugby, el remo, el tennis, el hockey, y sin embargo el football les ganó por goleada. Es obvio que, en esos tiempos de constitución de la sociedad moderna, de ruptura de los vínculos tradicionales, un deporte colectivo tenía ventajas sobre los individuales: hay algo muy fuerte en ese modo de sentirse parte, aliado con otros en busca de lo mismo. La sensación de armar algo más importante que uno en esa suma: la última tribu. Y, desde el punto de vista del espectador a punto de convertirse en hincha, es más fácil identificarse con un equipo que sigue siendo el mismo más allá de los cambios de hombres. Pero había otros deportes colectivos que se ofrecían al éxito. El cricket es un plomo intragable pero el rugby, por ejemplo, es muy parecido al football y, sin embargo, se quedó en minorías.

El football tiene un par de ventajas: parece menos peligroso, requiere más habilidad y menos fuerza física y sus reglas son más claras: lo entienden incluso los que no lo entienden. Se puede tocar la pelota con todo el cuerpo salvo con la mano, la pelota puede ir en cualquier dirección, cuando alguien la tira afuera un contrario la vuelve a poner en juego, no se puede violentar al contrario; sólo el offside es complicado –pero los partidos informales nunca lo incluyeron– y, en general, pese a su simpleza, ofrece cantidad de situaciones y variantes. Pero siempre creí que la ventaja inicial es que el football es mucho más adaptable: cuatro chicos con una pelota de papel pueden jugar a algo que se parece mucho al football; en cambio el basquet necesita un aro, el beisbol un bate, un guante y un espacio grande, el polo una tropilla, y así de seguido.

En el fútbol, además, cualquier chico puede ser un grande: Maradona, el mejor, era un gordito que la mayoría de los deportes habrían descartado antes de que se cambiara. Pero al fútbol pueden jugar todos: el petiso movedizo o el grandote casi torpe, el corredor desenfrenado o la mole que se planta, el más vivo de la clase y el más bobo; si hasta tú y yo hemos jugado alguna vez. El fútbol no es como otros deportes que exigen un físico o un carácter determinados: cada tipo de habilidad tiene su espacio, hay puestos para todos –sólo hay que descubrirse.

Se podría hablar mucho –el fútbol se ha convertido en una fuente incontenible de pavadas–, pero la gran diferencia es que el football tiene el goal. En otros deportes colectivos, los equipos hacen muchos tantos: un partido de basquet puede terminar 90 a 85, uno de rugby 35 a 15, uno de volley tres veces 15-13: el momento supremo –el de la conquista– se vuelve, por repetido, un poco pavo. En cambio el gol sucede tan de tanto en tanto que cada vez es única: un gol no es el resultado de la lógica del juego –como en el basquet o el voley o el tenis– sino un azar, una obra extraordinaria, un acto casi mágico. El fútbol, todo el fútbol, es el contagio de la magia del gol: ese momento que no sucede casi nunca y que, al suceder, hace que todo el resto cobre su sentido.

El gol es una irregularidad, una excepción extrema –porque el fútbol es fracaso casi siempre. El fútbol ofrece una moraleja que, por suerte, no solemos leer: el 98 por ciento de un partido consiste en intentonas: tentativas fracasadas de aproximación a la única meta decisiva. Una montaña de fracasos y, sin embargo, los jugadores no dejan de intentarlo: eso es el fútbol –pero no lo cuenten: si lo llega a descubrir un cura o un pastor o un novelista malo hacen un desastre. El fútbol es fiasco, desengaño, cabezonería: todo para llegar al gol y el gol no llega.

Pero a veces llega –incluso la selección mexicana, recuerdo, ha hecho algún gol alguna vez– y entonces el gol es, también, la consagración de un modo de suponer el mundo: que todo es posible de repente, que no importa el proceso sino ese momento, que uno –su equipo– puede haberse pasado toda la tarde colgado del travesaño y peloteado y que siempre cabe la esperanza del zapatazo salvador. En la vida las cosas no se definen, como en el fútbol, en un instante extraordinario. Van pasando de a poco, se extienden en el tiempo, no son como aquel gol en el último minuto o el penal atajado que termina de sacarte campeón –de una vez, para siempre. No son, tampoco, ese momento en que te embocan, que te ponen, que te rompen el orto, que te empoman, ese segundo de incredulidad en que lo terrible está por suceder pero todavía puede ser que no y el segundo siguiente, cuando la pelota ya está adentro de tu arco, la perplejidad, la desazón que no admite respuestas –no se puede gritar, saltar, desgañitarse–, que te lleva a un segundo de una parálisis perfecta, justo antes de la puteada o la extrema desazón. Ese momento en que lo peor acaba de pasar sin que puedas evitarlo de ninguna manera, en que la amenaza acaba de convertirse en realidad, en que ya está –en que nada puede ser modificado pero, al mismo tiempo, todo es demasiado reciente como para haberlo aceptado todavía. Ese momento de mierda en que te acaban de meter un gol –remember, caro güey, Maxi Rodríguez.

O, de nuevo, ese momento extraordinario en que vos lo metés –que tu equipo lo mete. El momento perfecto, el gozo idiota, pura explosión sin pensamiento: el que hizo la diferencia, el que te hace pensar que ojalá la vida fuera como el fútbol. El que hará que, durante un mes glorioso, vaya a ser bastante parecida.

Perdona, Villoro, que te haya dado tanta lata. Es que en los viajes hablo poco y me lleno de verba. Prometo, de ahora en más, moderación y pases cortos.

– Martín Caparrós


Publicado en el blog Jugadas de Pared de la revista Letras Libres (08.06.2010).

miércoles, 9 de junio de 2010

El líder y la manada

Por OLIVERIO COELHO
El primer mundial que recuerdo es el del 86. Tenía nueve años. Estaba lejos de apreciar el fútbol como un arte. El equipo de Bilardo, al igual que el de Maradona hoy, había llegado a clasificarse a los tumbos, con un gol agónico de Gareca frente a Perú –un gol tan milagroso como el de Palermo, también ante Perú–. En cada mundial, desde entonces, lo que se pone en juego en Argentina, además de un negocio incalculable, es el tamaño del orgullo nacional, la esperanza de millones de personas para las cuales ser campeón equivale a disputar por un tiempo la hegemonía –no sólo futbolística- de Brasil.

En el 2002 las expectativas generadas por el equipo de Bielsa, ganador cómodo de las eliminatorias sudamericanas, eran enormes. Para colmo, a todos nos parecía obvio que un mundial exitoso vendría a compensar las adversidades que vivía el país. Como si la máxima “desafortunado en el amor, afortunado en el juego” pudiera trasladarse al binomio política-fútbol, todos dábamos por sentado que la selección llegaría a la final por una ley infalible que nos garantizaba justicia en la desgracia. El recuerdo de aquel mundial puede sintetizarse en una frase: imposible tanta desdicha junta.

Hoy la Argentina no es un país en crisis, vive un fervor patriótico en su bicentenario, y las individualidades de esta selección superan a las del equipo de Bielsa. Sin embargo, todas estas estrellas recién ahora empiezan a sincronizarse y casi todo el mundo pone reparos en torno a la capacidad de Maradona como técnico. Esa resistencia disminuyó después de que la albiceleste funcionó de una manera compacta y derrotó de visitante a Alemania en un amistoso. Pero las expectativas generales son modestas. En los cientos de programas y mesas especulativas que se ven en la televisión, queda claro que las semifinales son el margen máximo de esperanza que nos otorgamos.

Es posible que el equipo con el paso de los partidos y algunos buenos resultados, brille. Soy menos escéptico que la mayoría de mis compatriotas. Si bien en el fútbol el diseño táctico es relevante –y a las claras este no es el fuerte de Maradona–, el diseño anímico, la mística del equipo, es otro factor que puede equilibrar ciertas falencias tácticas. Maradona cree que a través de él se expresa Dios, es lo más parecido a un místico sin dogma pero con un Mesías. Sus jugadores no tienen por qué dudar de eso, habida cuenta de sus proezas en México 86 y del presente de Messi en el Barca. Maradona es, para ellos, un líder, un gurú en ese millonario destierro que a la mayoría les tocó vivir, desde adolescentes, en el fútbol europeo.

Después de tanto desarraigo, de tantos entrenadores autómatas al estilo Van Gaal, la paternidad extática de Maradona podría conducirlos a la utopía: primero funcionar como equipo, luego ser imbatibles. Ese tipo de inteligencia afectiva que tan buenos resultados le dio a Guardiola, y que Maradona intenta adaptar al crear un clima distendido durante la concentración albiceleste en Sudáfrica (nótese: posibilidad de tener sexo, llevar aritos, pelo largo, incurrir en alguna copa durante un asado, entrenar liviano y dormir como Dios manda) a priori le asegura a esta selección un lugar más simpático en la memoria que aquella comandada por el severo Pasarella en el 98. En manos de Maradona, los jugadores al menos son humanos… demasiado humanos… y no autómatas profesionales.

* Oliverio Coelho (Buenos Aires, 1977). Su último libro es Parte Doméstico (Emece, 2009).

martes, 8 de junio de 2010

¿África se escribe con A?

Por JUAN VILLORO

Pase a Caparrós:

En este diálogo un sedentario se comunica con un nómada. Estoy tristemente anclado en el D.F. mientras tú recorres territorios que no conozco. Ignoro si en Asia y África los héroes del Mundial salen de cajas de cereales o patrocinan cervezas. ¿Qué clase de locura es allá el fútbol? Esto lleva a una inquietud más amplia: ¿Tiene caso que suspendamos la respiración, el matrimonio y el trabajo a favor de lo que pasa en la cancha? ¿De qué diablos hablamos cuando hablamos de fútbol?

Dejo estas preguntas para que las medites en la sabana donde quizá corre un antílope y paso a un tema que alguna vez discutimos. Te sorprendió que yo dijera “le voy al Necaxa” para referirme al equipo que decide mis taquicardias. Tú hubieras dicho “soy de Boca”. El aficionado mexicano sigue a su equipo, lo cual implica cierta distancia; el argentino es uno con su club. En Boquita hablas del “jugador número doce”, invento porteño. Quien haya ido a la Bombonera sabe que el público aspira a definir el resultado. El aficionado mexicano está menos comprometido con esa intervención. La razón es obvia: si nuestros sentimientos dependieran del marcador tendríamos la vida emocional de un bacalao. Nos conviene pensar poco en el éxito. Lo decisivo no es lo que sucede sobre el césped sino el milagro guadalupano de estar juntos. La fiesta y el desmadre son los triunfos a los que podemos aspirar.

En otra parte de Boquita dices que el hincha argentino encara cada Mundial pensando qué tan lejos llegará su selección y te preguntas en qué se interesan los países que saben que no van a ganar. Querido nómada: ése es el caso de México. Somos actores de reparto casi fijos; pertenecemos a la élite de los cinco viajeros frecuentes a los Mundiales (los otros son Brasil, Alemania, Italia y Argentina). Ahorro el cruel repaso de nuestro rendimiento. Y sin embargo, nos ilusiona Sudáfrica. La obsesión concreta es llegar al quinto partido (en las últimas cuatro Copas nos hemos quedado en el cuarto); la obsesión metafísica es hacer algo raro y recordable: un gol de joroba de Cuauhtémoc Blanco. No esperamos milagros mayores, pero 16 mil mexicanos han acabado con sus ahorros para estar en Sudáfrica. La mayoría de ellos son paisanos que viven en Estados Unidos y encuentran en la selección un símbolo identitario o al menos una proliferación de Speedy González.

Sospecho que en el juego de las ilusiones espero más de Argentina que tú. Sudáfrica se parece mucho a México ’86, cuando la albiceleste calificó in extremis. Al principio, fue un equipo borroso; a partir de cuartos de final se convirtió en la selección mitológica que recordamos como la única que jugó en México. Bilardo y Maradona revirtieron la desconfianza en mantras paranoicos: “Todos hablan mal de nosotros”, “Nos putean sin saber quiénes somos”. No sé si esta vez habrá una reivindicación semejante, con las consecuentes frases inolvidables de Diego (continuación del “sigan chupando”), pero la concentración de talento puede encontrar espléndido acomodo en lo que hasta ahora ha sido el amontonamiento de un andén del metro.

A Argentina parecen sobrarle estrellas para llegar a la eficacia. Alemania no tiene ninguna pero el Bayern, subcampeón de la Champions, probó que mantiene un altísimo juego de conjunto. Además, viene de recibir dos pésimas noticias: el suicidio de Robert Enke y la lesión de Michael Ballack. Las desgracias son la golosina de Alemania. Ahí está la final de Suiza’54 para probarlo. Con sol, hubiera ganado Hungría. Con pésimo clima, la suerte fue alemana.

¿África se escribirá con A?

–Juan Villoro.


Publicado en el blog Jugadas de Pared de la revista Letras Libres (07.06.2010).

El grupo del sabio

Por DOMINGO VILLAR

Mi primer recuerdo son los brazos de Mario Kempes extendidos como alas en 1978, celebrando su segundo gol bajo un diluvio de papelitos blancos. “Es su Mundial, el de Argentina”, debió de murmurar mi padre sentado en el sofá, a mi lado: “El próximo es el nuestro”.


Y en 1982 se jugó la copa en España, sí. Pero fue de otros: de Conti, Rummenigge, Falcão y Dasayev. En mi casa sólo dejó frustración y un estadio nuevo en el que animar al Celta los domingos.

Al cabo de cuatro años cruzamos de nuevo el Atlántico con la bodega cargada de revancha y Butragueño. Tampoco fue suficiente. Hablaban de la altura que ahogaba a los jugadores en México, pero el verdadero Everest se llamaba Maradona.

Luego llegaron las desilusiones del 90, del 94, del 98, del 2002… Yo había cambiado de sofá, pero no de pregunta. La misma de cada vez en cada casa: ¿A qué diablos juega España? ¿Adónde se puede llegar sin estilo?

Nos habría dado lo mismo atacar como Brasil, cargar como alemanes, combinar como holandeses o dar dos vueltas a la cerradura como Italia. Cualquier cosa antes que aquella maldita incertidumbre de ver a los nuestros correr en cada ocasión con un plan diferente.

“Son ustedes la Furia”, nos bautizó alguien. “La Furia española”, repitieron muy serios. Y muchos nos imaginamos su risa contenida al vernos pasear por los Mundiales con la cruz, la espada, la mirada arrogante de los conquistadores…, y el trasero zapateado. ¿Acaso los nuestros eran los únicos que regresaban al vestuario con la piel hecha un jirón? ¿Cuál era, más allá del esfuerzo, nuestro propósito?

“Ninguno” fue la respuesta hasta que hace poco más de un lustro alguien tomó una decisión. Así como Esparta consultaba a su Gerusía, España reclamó el consejo del más veterano de sus técnicos, el más entendido. Y el hombre de pelo blanco armó un equipo con el criterio de un niño: “Los mejores al campo”.

“¿Aunque no estén furiosos?”, preguntó alguien. “Aunque no estén furiosos”, confirmó el sabio. Y nos quedamos perplejos al comprobar cómo el puñado de chicos escogidos por aquel hombre despreciaba el martirio. ¡Sólo querían el balón!

En lugar de la armadura y la fiereza salieron al campo ataviados con el frac del prestidigitador. Y la pelota en sus pies se convirtió en un conejo que pasaba de la chistera de un mago a otra sin que los rivales atinasen a sujetarlo. Y entre la astucia del hombre y los trucos de sus pupilos alcanzamos la admiración y la gloria en Europa.

Hoy el grupo de audaces españoles viaja a Sudáfrica sin arrogancia, pero con la ilusión de alzar la Copa del Mundo por primera vez. Aunque no está con ellos el hombre sabio que los congregó, su legado se mantiene inalterado: las camisetas rojas son señuelos y el balón una liebre en los pies.

Hay enemigos temibles, y para alcanzar el trofeo será necesario añadir una buena ración de suerte a la osadía de los nuestros, pero en los sofás de las casas algo ha cambiado. Hoy el niño que ve los partidos a mi lado ya no se pregunta a qué juega España. Sólo le preocupa saber si se puede atrapar a un conejo con los pies.

* Domingo Villar (Vigo, 1971).La playa de los ahogados (Ediciones Siruela, 2009).


Publicado en el blog Papeles Perdidos del diario El País de España (07.06.2010).

miércoles, 19 de mayo de 2010

Zamora, el portero que desquició a Mussolini

Por GUILLERMO DANIEL OLMO

Esa mañana Mussolini amanece algo irritado. No sabe muy bien por qué. El campeonato mundial que, gracias a su influencia diplomática, se celebra en Italia va sobre ruedas. El pueblo está entusiasmado y la azzurra es la gran favorita. En octavos de final se han quitado de en medio a Estados Unidos, metiéndole siete goles. Nada menos que siete. Pero hay algo que no va bien. En cuartos de final, espera España.

Tras el primer café, Mussolini llama a uno de sus subordinados. ¿Y las entradas? Todas vendidas, Excelencia. El estadio será una olla a presión para los españoles. Mussolini cuelga. Dirige los destinos de un país al que quiere convertir en imperio. Acostumbrado a que su voluntad sea inapelable, hay algo que no obedece a sus órdenes cuarteleras: el balón. ¿Y si gana España?, se pregunta mientras observa frente al espejo que en su maciza testuz ha brotado una arruga más.

Nadie en la bulliciosa Florencia contempla esa posibilidad. Los tenderos despachan, los cafés se apuran, los curas ofician misa y en todas partes late la misma convicción. Italia campeona. Forza Italia.


Italia, favorita

Mientras, en una silenciosa habitación de hotel, Ricardo Zamora ojea la prensa internacional. Los diarios dan como clara favorita a Italia y hablan de él como el principal activo de un equipo, España, que cuenta entre sus virtudes la velocidad de sus atacantes y la elegancia de sus defensas. Un buen equipo, pero al que no se cree capaz de tumbar a los claros dominadores del fútbol mundial y menos en su propio territorio.

Zamora abandona su habitación y baja a desayunar con sus compañeros. No hablan mucho. El portero está taciturno. Tiene 33 años, acaba de proclamarse campeón con el Real Madrid y en España ya es un ídolo. Tiene todo el reconocimiento y es uno de los primeros profesionales que se ha hecho rico con el fútbol. Pero sabe que, a su edad, está ante su última oportunidad de hacer algo grande en los torneos internacionales. Él quiere triunfar con España. Zamora levanta la mirada del plato y ve rostros como los de Isidro Lángara. El jugador del Oviedo es un goleador nato, un tío que siempre que recibe encara y cuyos remates son tan potentes que son capaces de doblar las manos de los porteros más solventes. Isidro marcó uno de los tres que le hizo España a Brasil en los octavos de final. Esta tarde le vamos a necesitar, piensa Zamora.

El Duce conoce a Zamora. Todos los aficionados al fútbol le conocen. Como escriben las crónicas de entonces, es junto al checoslovaco Frantisek Planicka, también portero, la estrella del mundial. Y el Duce no se fía. Le gustaría poder intimidar con su retórica pugilística al arquero barcelonés y obligarle a obedecer, a rendirse. Pero no puede. Y eso le enerva, así que vuelve a comunicar con la selección italiana y hace llegar un mensaje a jugadores y cuerpo técnico: «La patria espera lo mejor de ustedes. Quedaría muy decepcionada si no hacen gala del impetuoso espíritu que siempre, desde los gloriosos tiempos de las legiones romanas, han mostrado los guerreros itálicos en el campo de batalla. Para tanta decepción no cabría más que un castigo severo». Los jugadores lo entienden bien. Algunos contarían tiempo después que desde el Gobierno se les amenazó veladamente con la muerte si no ganaban el mundial.

Desde arriba, desde el palco, El Duce tuerce el gesto cuando los once muchachos de rojo saltan al campo y el estadio se les cae encima. Hay uno que destaca sobre los demás. Con sus casi 190 centímetros y su imponente figura, la estampa de Zamora escuchando el himno español sobresale. Mussolini le contempla pensativo. Tampoco se fía del artillero Lángara ni del escurridizo interior derecha, Luis Regueiro. No quiere probar ninguno de los canapés que le ofrecen.

Los jugadores toman posiciones. Italia despliega a sus estiletes en ataque, Meazza en la mediapunta, para lanzar a talentos como los de Monti o Schiavio. Zamora se coloca bajo su arco. Ignora los insultos de los tifosi y comparte una mirada cómplice con Quincoces, su fiel aliado en la zaga madridista. Jacinto Quincoces es un defensa tan potente como elegante. «El mejor defensa del mundo», para los periodistas de entonces.

El árbitro decreta el inicio del partido. En el campo está la todopoderosa Italia. Pero la primera la tiene España, que ha salido de la caseta convencida de sus opciones y jugando su fútbol incisivo y veloz. Iraragorri conecta con Lángara, que, como los buenos pistoleros, desenfunda rápido. De primeras, según le llega, emboca un tiro seco y raso, pegado a la cepa del poste. Combi se estira y a duras penas alcanza a despejar a córner. El Duce se revuelve en su asiento. «¿Y si gana España?», vuelve a repetirse.

Los italianos sienten la ansiedad de ser favoritos y jugar en casa. La Roja, a base de desparpajo, no deja de generar ocasiones. Quizá apremiados por las exigencias del dictador fascista, los jugadores de la Azzurra comienzan a emplearse con intolerable violencia y a desplegar toda clase de malas artes sin que el colegiado suizo Luis Baert se dé por aludido. Así, marrullería mediante, empiezan a dominar, Pero España no se arruga. Cuanto más ruge la grada, más se multiplica Quincoces. Llega a todo. Lo saca todo. Aborta, a veces de modo acrobático otras con sobria velocidad, todas las tentativas atacantes italianas.

El Duce se muerde las uñas. Su mal humor va en aumento. Quincoces no flaquea y en las ocasiones en que los hábiles atacantes italianos logran superar la barrera defensiva del doctor Salazar, emerge el portentoso Zamora, sea imponiendo su ley en el juego aéreo o con intervenciones en las que demuestra una elasticidad inverosímil en un gigante de su calibre.


La roja no claudica

España repliega, pero no deja de mirar al arco rival. Quincoces inicia los vertiginosos contragolpes de la Roja, sacando el balón con clase y con maestría. Es un choque entre dos estilos diferentes, pero ambos ambiciosos. La técnica y el toque italianos, frente a la velocidad y la pegada de la Roja. Sólo hay una diferencia. Los azzurri se hinchan a dar patadas impunes. Es un auténtico partidazo. Bajo palos, Zamora sufre por lo que están recibiendo. En el palco, el dictador sigue inquieto. ¿Y si gana España?

En una de las muchas tarascadas, la defensa italiana corta violentamente un avance de Iraragorri. Es el minuto 31. La entrada ha sido tan bestial que el árbitro no puede dejar de marcarla. La falta es peligrosa. En la diagonal del área de Combi. Los italianos forman en defensa. Son eficientes en la estrategia y disciplinados en defensa. Su extrema concentración táctica controla todos los factores. Pero todo sistema, por matemático que sea, alberga su entropía. Y la entropía esta e la detonará el hábil y menudo extremo madridista Luis «el corzo» Regueiro. Lángara bota la falta. Pese a que todo el estadio espera un latigazo del temido pistolero asturiano, este bota un centro medido y sutil. La violencia esta vez la pone Regueiro, que empala un zurdazo letal ante el que de nada sirve la estirada de Combi. Es un auténtico golazo.

España se adelanta, la grada enmudece. ¿Y Mussolini? Él reprime un grito, golpea el reposabrazos de su asiento. Frunce el mentón y el ceño. «Maldita sea, ¿y si gana España?». Zamora mientras alza los puños. Grita de júbilo. Una vez, no más. Sabe que pronto va a tener trabajo. El gigante italiano no se quedará de brazos cruzados. El portero lo sabe. Y está preparado.

Los minutos siguientes son de mucho tajo para el arquero. En diez minutos, el arreón italiano propicia nueve corners. Zamora saca disparos de todos los colores. Algún periodista anota en su agenda el adjetivo con que en su crónica se calificará la actuación del portero: «inenarrable». El asedio es total.

Alrededor del 40, Baert marca una falta junto al área española. El libre directo lo lanza Orsi. El cuero pega en la barrera española, despistando a Zamora, que se ha lanzado en dirección opuesta. Ya batido, Zamora sigue la trayectoria del balón desde el suelo. Fuera, fuera, fuera, empuja Ricardo con el pensamiento. La bola lame el poste. Es córner. Zamora se abandona tendido en un área que tiene más tierra que hierba. Desde el suelo escucha los lamentos del público. España sigue arriba en el marcador.

Un imperial Zamora sigue desquiciando a la delantera italiana, que cada vez más recurre a los pelotazos al área. Para disgusto de la hinchada local, que empieza a silbar a sus jugadores. En una de esas, Ciriaco concede otro saque de esquina. Uno más. Zamora vive en tensión permanente. Pero no hay problema. Como los buenos porteros, es un adicto al peligro. Como los artificieros. Italia bota el córner. El balón vuela hacia el área. Esa es mía, piensa el arquero, dueño y señor de su área. Y arrranca la carrera hacia el cuero. Despliega los brazos. Casi la tiene. Quincoces no va, no hace falta. Sabe que cuando su portero sale, sale de verdad. Zamora no es de los que duda. Casi la tiene. Pero de repente, sufre un violento placaje. Alguien salido de no se sabe dónde interrumpe de un topetazo la carrera hacia el balón del portero. Es Schiavio, quien en flagrante falta sobre el titán de la portería española, deja el balón ante los pies de Ferrari, que remacha a placer el empate.

Zamora tuerce el gesto. Acuclillado en el césped ve a sus compañeros rodear al colegiado, que hace el paripé y consulta al linier. El portero sabe que no va a rectificar. Son muchos años, muchos partidos, demasiados como para no saber cuándo se está ante un bellaco casero y comprado. Va a dar el gol. De nada sirve protestar. Pero no habrá segundo. Aprieta los puños y vuelve a plantarse bajo palos. No escucha los gritos de una grada a la que le importa un bledo la justicia si su equipo gana. El árbitro dice gol y es gol. Nada más importa. El estadio celebra. El guardameta se juramenta. No habrá segundo.

El Duce mira alrededor, satisfecho. Relaja unas manos empapadas de sudor por la tensión y esboza uno de esos gestos histriónicos con los que agitaba a las masas. El primero es el difícil. Ya está abierta la lata, rumia Benito, compartiendo euforia con la multitud. El Giovanni Berta ruge. No habrá segundo. No va haber segundo, se repite una y otra vez Zamora mientras se aprieta las manoplas.

En la segunda parte, la Roja sigue exhibiendo la reciedumbre de su defensa y el vertiginoso talento de sus puntas. Italia sigue atacando en vano y a España le anulan un golazo legal a todas luces, obra de Lafuente. Zamora esboza una sonrisa irónica ante el latrocinio arbitral. No habrá segundo gol, vuelve a repetirse en la soledad del arco. Mussolini respira aliviado. Sigue sin verlo claro.

Un párrafo de las crónicas de entonces ilustra bien como fue el segundo periodo: «Zamora, en una enorme estirada, manda la pelota a córner, que saca el extremo derecha italiano. Sigue la delantera española jugando a maravilla y empleándose con aquella furia que la hizo famosa».

Pero poco a poco, la violencia transalpina va haciendo mella en los muchachos del doctor Salazar y el juego va, cada vez más, volcándose sobre la portería del «divino» Zamora. Con todo, la Roja resiste. Y se llega a la prórroga. El duce no quiere ni mirar. Ese maldito español lo para todo. ¿De qué sirve que el colegiado ayude si questi bastardi no son capaces de batir a un tipo que está visiblemente cansado? Y de nuevo, la misma zozobra, ¿y si gana España?

Media hora más de fútbol y emoción. Hay nervios en el estadio. Al poco de comenzar el tiempo extra, Schiavio hace otra de las suyas. Corre tras un pase en profundidad. Zamora, con una autoridad que resiste a la fatiga se anticipa y se hace con el cuero, pero el atacante boloñés deja los tacos y se los clava al portero en... ¡el ojo! El madridista queda tendido en el suelo. Le duele. Sangra. Está aturdido. No sabe bien lo que ha ocurrido, pero se aferra al cuero. No lo suelta ni mientras le limpian la sangre los galenos. No habrá segundo. El meta se yergue trabajosamente ante la perplejidad general. De entre el graderío brota algún aplauso aislado. A Mussolini la cólera está punto de hacerle estallar las venas de la sien. Más aún cuando se señala el final del partido y este queda en tablas. Con los jugadores aterrados despidiendo al público realizando el saludo fascista en el centro del campo, el Duce abandona precipitadamente el palco.

El resto de la historia ya es eso, historia. Al poco de terminar el choque, un Zamora dolorido atendía a los periodistas desde el hotel: "Nos han birlado el partido. Lo más indignante de todo han sido los dos goals, el que les han regalado a ellos y el que nos han anulado a nosotros. Ellos se han empleado con una dureza extrordinaria. Todos tenemos alguna caricia. Yo tengo una patada en la ceja, pero podré jugar". El arquero, todo coraje, se equivocaba. Tan sólo 24 horas después se disputaría el partido de desempate. El parte de guerra del día anterior fue tan ominoso que sólo cuatro de los once titulares españoles pudieron formar de inicio en el desempate. Zamora se quedó fuera. Sólo así, y con la ayuda de un trencilla al que un mes después inhabilitarían a perpetuidad por su canalla arbitraje, pudo la todopoderosa Italia doblegar a aquella España de gallardía y talento. Mussolini nunca olvidaría a Ricardo Zamora. El fútbol, tampoco.


Publicado en el blog La nariz de Tassotti del diario ABC de España (19/.05/2010).

martes, 18 de mayo de 2010

Una risa contenida

Por ENRIQUE VILA-MATAS

Moderado como de costumbre, pero no olvidando ciertos contratiempos que desde el exterior le han ido creando esta temporada a su equipo, Xavi Hernández declaraba hace diez días: "Posiblemente, las campañas mediáticas desde Madrid han influido en los árbitros". Y algo más adelante: "Se ha hablado de todo menos del buen juego del Barça". Con estas palabras, sabiendo que vivimos en un mundo de la información en el que se olvida muy pronto todo, Xavi quería recordar que, a partir de la eliminación del Madrid por el Lyon y de una bronca en el partido jugado por el Barça en el campo del Spórting de Gijón, los árbitros no quisieron arriesgarse ni lo más mínimo a ser acusados de pertenecer a la ilusoria y patrañera trama del villarato y de favorecer los intereses del equipo barcelonés, y eso trajo una sucesión de golpes y otros detalles sucios que fueron minando, de forma oscura y sin dejar huellas, la trayectoria de este gran equipo que ha vuelto a ser el Barcelona esta temporada. ¿O los números de la Liga no son irrebatibles: 99 puntos y sólo un partido perdido, sin ni siquiera haber perdido -ahí estuvo la clave- con el terrible Espanyol?

"Pero las cosas no son como las dicen determinados medios de comunicación. El problema es que se tienen que buscar trifulcas porque la cosa no va bien", concluía Xavi. Esas trifulcas, por cierto, fueron la crónica de un conflicto anunciado, pues es raro en los medios deportivos encontrar a alguien que no sepa que, desde antes de que comenzara la temporada, estaba ya previsto que, si algo se torcía para el Real Madrid, se volvería a cierta cantinela y se recurriría al villarato y a otras artimañas. Todo esto no quita, por supuesto, que el gran rival de este Barça campeón, un rival que ha contado con el trabajo no bien valorado de un más que competente entrenador, ha hecho (con el borrón grave de Lyon y sus contratiempos con el Barça) una buena campaña y, como comentara tan oportunamente Guardiola hace tres semanas, ha merecido ganar la Liga tanto como el Barça, aunque en esto también es cierto que el fútbol es cruel y tajante: al final de la temporada, sólo hay un lugar en la cumbre, y ese sitio sólo puede ocuparlo el vencedor. Por eso, Guardiola también recordó a tiempo que no habría nada que celebrar si el Barça no ganaba al Valladolid.

Se ganó al Valladolid y de la lectura de lo que algunos jugadores dijeron en la fiesta que siguió en el césped se pudieron sacar en limpio dos cosas. Por un lado, emergió una angustiada protesta soterrada por el comportamiento de ciertos medios que le han estado negando sistemáticamente el pan y la sal a un equipo que sigue siendo la admiración del mundo. Una vez más, España es diferente. Y todos sabemos que lo es por la persistencia de una mezquindad y ruindad ancestrales, las mismas que han arruinado casi siempre posibles horizontes de grandeza. Por el otro, fue innegable la simpatía y agradecimiento que los jugadores sienten por el presidente Laporta y que venía a confirmar unas palabras de hace diez días, también de Xavi Hernández: "Lo que queremos es un nuevo presidente que nos cuide como lo ha hecho Laporta, para nosotros ha sido un presidente ejemplar".

Para quienes Laporta no es un santo de su devoción, ha de ser difícil admitir este hecho, pero las cosas son como son y, si hacemos un esfuerzo y nos situamos en el pellejo de los jugadores, veremos que no es tan complicado comprender que éstos hayan podido sentirse, en un momento dado, cómplices y camaradas de un estilo llano y desbocado, muy próximo a ellos y no a Baqueira Beret y muy próximo a la vez de las ideas de Cruyff, el dueño del gran secreto de la revolución del Barça en las últimas dos décadas.

Para este Barça ganador de la Liga se abre ahora una incógnita en forma de elecciones presidenciales que podrían, según quien gane, torcer lo que hasta ahora ha ido bien. No hay incógnita alguna, en cambio, respecto al otro tema que, tras el partido con el Valladolid, emergió tan soterrado a pie de campo: la cuestión de los inventos del canguelo (primera temporada triunfal del Barça) o del villarato (segunda temporada). En este terreno, ya lo dijo Guardiola en la rueda de prensa, conteniendo la risa: las cosas van a continuar igual la próxima temporada. Y si viene Mourinho, ya sabemos incluso cuál será el argumento de la película. Algunos creemos saber también el final.


Publicado en el diario El País de España (18/05/2010).

Se acabó lo que se daba

Por ANDONI ZUBIZARRETA

Pi, pi, pi, tres cortos y contundentes silbatazos dieron por finalizados los suspenses de esta Liga. Tres pitidos que seguro les supieron de forma muy distinta a los diferentes protagonistas. En unos casos, liberadores de alegrías desbordantes como las que se vivieron en La Rosaleda y en el Camp Nou, donde los locales celebraban cosas tan dispares como la permanencia y el campeonato. Se diría, viendo las imágenes, que había más desesperación en los malagueños y más fiesta en Barcelona. Se diría que la alegría malaguista era la de los que se liberan de una tortura y la catalana era de aquellas que se viven con una sonrisa tonta colocada en los labios, de aquellas que duran toda una semana, y que no se sabe muy bien por qué ni cómo sobreviven a todas las notas negras que el día a día nos acercan en estos tiempos revueltos.

Tres pitidos que por otro lado eran el epitafio sonoro de las ilusiones de otros muchos que veían cómo sus sueños salían volando. Se diría que los jugadores del Tenerife deseaban que su partido fuera eterno y que nunca finalizara el tiempo de ser de Primera. Se diría que los jugadores del Real Madrid cerraban con los tres pitidos un sprint que no les permitía remontar al líder, quedándose a un palmo de la gloria, allí donde una cantidad enorme de puntos sólo les dejaba rozar un título que habían perseguido con ahínco.

Tres pitidos y el final de tantas historias. Tres pitidos y tantas emociones que se desbordan. Tres pitidos y se acabó lo que se daba. Y en medio de tantas emociones colectivas, algunas individuales que se desbordaron en forma de lágrimas de alegre tristeza, aquellas de quienes sintieron que una etapa de sus vidas se cerraba con ese último partido, con esa última jugada, aquellas que sirvieron para cerrar las carreras de extraordinarios futbolistas como Joseba Etxeberria y Rubén Baraja. Puede ser que a esta extraña convocatoria se puedan añadir algunos otros, ¿tal vez Raúl?, ¿tal vez Guti?, seguro que otros varios a los que mi desconocimiento los aleja de estas líneas, convocatoria de los que sintieron que los tres pitidos del colegiado de turno cerraban tiempo y actividad, tiempo y colores, que sintieron que nunca más iban a volver a sentir lo que significa ser futbolista, o al menos, no como lo han sentido en los últimos 15 años.

Tres pitidos que debieron ser especialmente significativos en el caso de Mejuto González, que se pidió arbitrar su último partido de Liga en San Mamés y a quien todos despidieron con abrazos como los que uno nunca hubiera pensado que un jugador pudiera compartir con un colegiado. Mejuto, a quien le queda el broche de la final de Copa del Rey, se situaba detrás de su silbato para cerrar y certificar su paso a la jubilación. Tres pitidos y fin, debió de pensar el asturiano y, tal vez, por un momento, su ángel malo le dijo que siguiera con el encuentro, que lo hiciera inacabable para que el recreo fuera eterno. Pero le pudo el cumplimiento del deber, la perfecta asunción del deber del juez, para recoger un chaparrón de aplausos de un público que había acudido a homenajear a un grande de la gran historia rojiblanca y, de paso, le tributó su mejor homenaje al colegiado.

Y es, para todos ellos, el primer día de su otra vida. De aquella en la que van a tener que acostumbrarse a que precedan su nombre con ese feo prefijo de ex. Ex futbolista, ex athlético, ex valencianista, ex árbitro (bueno, Mejuto tiene prórroga hasta mañana). Toda tu vida metida en dos letras. Pi.

Publicado en el diario El País de España (18.05.2010)

lunes, 17 de mayo de 2010

La economía del "feeling"

Por JUAN VILLORO

El histórico Barça de los seis títulos termina otra temporada ejemplar con sabor a triunfo de último minuto. Después de la épica mariscada del curso anterior disfrutamos de una excelente espuma de tortilla. La degustación se ha saciado mejor que el apetito. Y es que el culé no deja de tener hambre.

Una revolución se ha producido en su ánimo, es decir, en su estómago. Del victimismo elegante se ha pasado a la bulimia del éxito. Un equipo devorador de trofeos.

Piqué, nuevo referente de los excesos emotivos blaugranas, lanzó un desafío de gladiador a los legionarios del Inter: «Durante 90 minutos odiarán ser futbolistas». Motivado por su propia afrenta, dio el mejor partido de su vida.

La declaración del central fue una salida de tono en una escuadra con suficiente seguridad en sí misma para permitirse dislates motivacionales.

Guardiola ha traído una mentalidad tan decisiva como el voraz control del balón. Los investigadores de la «inteligencia emocional» tienen en el Barça su mejor laboratorio.

Después del clásico contra el Madrid viajé a la capital española. El domingo por la noche cené en una tasca. En la mesa de al lado, tres elocuentes señoras de la capital hablaban de fútbol. Un hombre de cabellos plateados las oía con apatía. «¿Es que a ti no te interesa el fútbol?», le preguntaron. «La verdad, soy del que juega bien», contestó el hombre. «¡Entonces eres del Barça!», informaron las tres madrileñas. La conversación refleja un cambio de costumbres tan importante como la invención del tendedor. El equipo de Guardiola ha despertado las simpatías de personas que veían al fútbol como el sudoroso oficio de patear y ahora lo consideran una rauda variante de las artes escénicas.

Los méritos del equipo se engrandecieron por un esforzadísimo Real Madrid, acicateado por el tintineo de la bolsa de oro de Florentino Pérez. Sin embargo, en la temporada 2009-2010 el huracán merengue podría haber metido mil goles sin llegar al campeonato, reservado para los que consideran que el marcador consigna la belleza.

En este momento de cava y gratificante espuma, conviene repasar las zozobras del equipo. Después de anotar contra el Manchester en la final de la Champions, Etoo hizo un gesto extraño. Corrió hasta el banderín de córner y pareció aislarse del mundo: tenía la cara de quien está en ninguna parte. Había dejado de pertenecer al Barça. Guardiola decidió sustituirlo por Ibrahimovic en un lance que aún debe ser justificado.

La explicación del gambito se volvió famosa: Ibra costaba mucho más pero aportaría buen rollo en el vestuario. Reinventor de conceptos, Guardiola dijo que todo era cuestión de feeling. A partir de ese momento, el feeling se convirtió en sinónimo de la teoría de la relatividad, la explicación del magnetismo y la clave para la redacción final del Estatut.

Con este fichaje, el técnico del buen gusto buscaba otra cucharada de arte. Por momentos, el resultado fue un empacho. Ibra es un raro talento, un fantasista (como se llama en Italia al solitario creador del juego) que no actúa en medio campo sino en la zona de definición. No es casual que haya encandilado en Milán: un centro delantero con escuela de volante, un Pirlo adelantado.

Aunque su ofició está probado, puede sobrar en un equipo que construye las jugadas al modo de un tapiz y en el punto final necesita el rústico arte de cortar el hilo. Higuaín saldrá del fútbol sin que sepamos qué tan bueno fue. Su simple definición de las jugadas hace que su abultada estadística no compruebe su talento. El sofisticado Barça necesita a un inventor de sencilleces. Es el hueco que dejó el furibundo Etoo.

Las concentraciones y los traslados del Barça han ganado en feeling y la aparición de Pedro confirmó que la entidad es el mayor modelo educativo del fútbol mundial. El futuro blaugrana dependerá de combinar su estilo irrenunciable con la virtud de simplificarlo en los momentos clave.

Las contiendas contra el Inter comenzaron de manera inmejorable: 0-1 en el partido de ida, un hombre de más en el de vuelta. Una dosis de realismo o –usemos la horrenda expresión– de cochina vulgaridad, habrían cambiado el desenlace. El vendaval del Inter sorprendió al Barça en Milán. Después del gol de Pedro, se antojaba un escudo en media cancha, similar al que triunfó en el Bernabéu. Si Ibra hubiera dejado su sitio a Touré, habría habido no sólo más control del juego sino más opciones del gol (el pivote fantasista no estaba para eso).

Especular a toro pasado es fácil y quizá me equivoque. Lo cierto es que al hipertécnico Barça se le dificulta abrir cajas fuertes: ante una defensa numantina, no basta con una asedio digno del Cirque du Soleil. Hace falta dinamita.

El Barça puede sobreponerse a las lesiones de Iniesta con el talento de Cesc y encontrar explosividad en los pies de Villa. Si estas contrataciones se confirman, los resultados serán tan espléndidos como el feeling, ese incalculable valor con el que Guardiola ha ratificado que dirige más que un club.


Publicado en el diario El Periódico de Catalunya (17.05.2010).

El sexo contra el amor

Por SERGIO XAVIER

Ya se convirtió en una tradición. Placar cumplió 40 años y en los 10 últimos hacemos una guía de las Ligas europeas. En cada una de ellas nos arriesgamos a anticipar el campeón de cada país. Oímos a 11 periodistas europeos y suramericanos que eligen a los vencedores de la Champions y de las Ligas en Alemania, Inglaterra, Francia, Portugal, Italia y ... España. El resultado de nuestro sondeo fue curioso. Ocho votos para el Madrid, dos para el Barça y uno para el Chelsea.

Es evidente que nuestra selección fue contaminada por el dinero. No es que hubiéramos recibido algún euro para votar a éste o a aquél. La fortuna desparramada en el Santiago Bernabéu influenció demasiado la votación.

Kaka, Cristiano Ronaldo y Benzema son nombres convincentes. Nuestros votantes quedaron esta vez impresionados con la variedad de las compras madridistas. En otros años, los dirigentes blancos entraban en el supermercado mundial del fútbol y se quedaban solo en la sección de golosinas. Gastaban todo con los delanteros.

Esta vez, no. El Real invirtió en otros sectores del campo, compró volantes como Xabi Alonso, defensas como Albiol. Por todo ello, el Real Madrid de Florentino se convirtió en favorito en la guía de Placar. Y, al final, no levantó ninguna copa. No consiguió la Champions, tampoco la Copa ni la Liga española, básicamente porque el Barça de Guardiola no le dejó. Podremos invocar a Messi en esta discusión. Decir que el argentino es especialísimo y que, por ser de otro planeta, cuenta con superpoderes, y que desequilibró el campeonato. El argumento es correcto. Messi no solo demostró un talento espectacular sino que no dejó de dar aliento a su Barça. El argentino lo tiene todo para ser un cai-cai (esos jugadores que se caen a menudo y están más en el suelo que de pie). Lo tiene todo. Es pequeño, rápido, vive al límite bordeando rivales, con encuentros constantes sin espacios para desarrollar su magia. Pero él siempre halla el camino correcto, entre esquinas y bordes peligrosos, para marcar la diferencia con goles tan bellos que parecen imposibles.

Messi no busca el penalti o la faltinha ni tampoco está preocupado en sacarle tarjetas a los defensas rivales. Los árbitros percibieron eso y solo pasan a indicar las faltas verdaderas. Saben que cuando Messi se cae es porque lo han tirado de verdad. Es falta incuestionable. Así, el argentino se agiganta y entra en la historia del fútbol. El Barcelona fue campeón español mucho en función de lo que dio Messi, sí, pero no fue solo eso. El Real no solo fue subyugado por el rival en función de un talento individual. Tuvimos un combate de un equipo de plástico, hecho en un laboratorio, contra un equipo de fútbol auténtico. El Real tenía un caro y bonito proyecto. El Barça era verdadero. El Real, como un rascacielos de Dubái, intentó ser levantado en una semana con las mejores construcciones prefabricadas. El Barça fue construido ladrillo a ladrillo, pacientemente.

Valdés, Iniesta, Puyol, Xavi, Messi, Piqué, Busquets, Pedro y Bojan son el alma de un equipo construido sin prisa a lo largo de los años. Otros jugadores, como Ibra y Dani Alves, se sumaron a esa base, dando más valor. Pero ya existía una idea de fútbol. Fue esa filosofía la que dejó atrás al Madrid, hecho con el atropello del mundo moderno, donde se cree que vale todo. Si nos arriesgamos en una metáfora con las relaciones personales, el Madrid sería el sexo. Y el Barça, sin duda, el amor.


Publicado en el diario El Periódico de Catalunya (17.05.2010).

La blasfemia

Por DAVID TRUEBA

Respondería a una cierta poética que el último gol que marcara Raúl en la Liga fuera el de La Romareda. Ese día se lesionó y terminó para él la temporada. Temporada agridulce porque, después de años de esplendor en la hierba, el jugador ha asumido el banquillo sin ruido ni furia. La Romareda es el estadio donde en 1994 Valdano lo hizo debutar a los 17 años y jugó su primer partido con un descaro rotundo. Ese último gol Raúl lo marcó cojo, pidiendo el cambio. Mientras el sustituto se quitaba el chándal, a Raúl le dio tiempo a marcar, a dar la última pedalada como esos ciclistas que llegan extenuados a la meta en alto. Pero llegan. Él también es abismal y agónico. Que Raúl marque ese gol cojo es un símbolo perfecto, una salida ideal. Le ha faltado sólo marcar un gol desde el banquillo, en un rebote afortunado.

Porque ahora viene la blasfemia. En cierta manera, Raúl ha sido siempre un jugador del Madrid pero con materiales del Atlético. Puede que su periodo formativo y su salida de la cantera del club rojiblanco no tengan ninguna relevancia en su carrera. Pero hay detalles que sorprenden. El Real Madrid es un equipo de jugadores estilistas o de un rotundo populismo mediático. Los del Atlético son conocidos por sus nombres de pila, Luis, Manolo, Santi, con una familiaridad que uno reserva para el fontanero o el camarero del bar. En cambio, los del Madrid siempre han tenido la deferencia del apellido: Martín Vázquez, Butragueño, Sanchis, García Remón. A unos se les trataba de tú y a otros casi de don. Hasta que llega Raúl y se arremanga, en nombre de pila, y se pone a remar y gana ligas y trofeos aportando cierta precariedad de juego, pero arrobas de épica, resistencia y oportunismo. Vamos, a la manera clásica del Atlético.

Pese a la irrupción de los galácticos, Raúl siempre ha tenido un tono casero. ¿De qué galaxia iba a ser un tipo de la colonia Marconi de Villaverde? Algunos de sus compañeros cambiaron más veces de peinado en un mes que él en los 16 años de competición. Porque quizá el detalle más heroico del máximo goleador en activo de la Liga es que su aspecto ha sido siempre el mismo, para irritación de enemigos y cierto hastío de fans. Lo irrepetible de sus números le ha ido concediendo un poso mítico que le negaban las fotografías. En la era de la imagen y la inmediatez, Raúl ha sido un icono trabajado, un metalúrgico del fútbol. El madridismo se ha beneficiado siempre de esos jugadores. El mismo Di Stéfano es recordado como un señor que lo hacía todo bien, con una entrega agotadora, al contrario de otros ídolos que eran más de jugar por la sombra, al paso, con zapato de gala más que bota de tacos.

Más allá de esta Liga tan reñida en puntos, pero tan rendida al juego del Barcelona, si a Raúl le da por dejar el Madrid, no lo duden, este campeonato será recordado por ser el último que él jugó. Si se marchase, facilitaría la labor a los que quieren jubilarlo, porque Raúl puede meter goles desde la cola del Imserso y con la cachava. En la Liga italiana o la inglesa, que nadie espere un paseo de aprendizaje, seguro que se faja con los defensas con esa especie de buena educación terca. La blasfemia poética sería que jugara las dos últimas temporadas en el Atlético, con ese equipo al que le ha descerrajado goles desde todas las posturas, incluido el primero en la Liga.

Raúl ha tenido goles feos y celebraciones peores. Lo de besar el anillo, señalarse el dorsal y torear a capotazos en las grandes ocasiones pertenece a su negación para controlar la simbología contemporánea. Es un hombre de otra época, que asimila el triunfo a cierta categoría artificiosa reñida con su austeridad. Con un punto de pupas, porque entre éxitos siempre le perseguirán algunos malditos fallos, la frustración en esa selección nacional que acabó jugando mejor sin él, el alma dolorida tan del Atlético parecía palpitar tras la coraza del mejor madridista de las últimas décadas.

En su juventud restallante, llegó la persecución mediática, las dificultades para ser un chico normal y esa rueda de prensa tras cazarlo a deshoras en las discotecas. Allí asumió públicamente una responsabilidad desmesurada, una desconfianza en el entorno del fútbol brutal, y seguramente limitó su espontaneidad y su apuesta por la felicidad pública frente al rigor, la discreción y en ocasiones la grisura. Una lástima provocada por otros, pero demasiado asumida por él mismo como peaje de madurez. Sólo a instantes baja la mirada, asoma unos ojos burlones e impone una ironía soterrada como los sombreros que hacía a los porteros.

Como todos los jugadores insignia, ha disfrutado y sufrido el poder. Pero nada ensombrece su currículo, una lista de victorias que, cuando se presenten en la nómina de la historia, sonrojarán a los odiadores profesionales. Al fin y al cabo, la mayor blasfemia de todas es fantasear con lo que Raúl pueda decidir en este final de temporada. Es patrón de sí mismo. Pero que nadie dude de que el gol cojo en La Romareda, como el cabezazo de Zidane a Materazzi, tiene una altura mítica, simbólica y eterna.


Publicado en el diario El País de España (17.05.2010)

sábado, 15 de mayo de 2010

La mejor Liga del mundo

Por JOHN CARLIN

- "Acabaremos en el cuarto lugar, no os preocupéis". Rafa Benítez, entrenador del Liverpool, que acabó séptimo en la Premier League.

Menos mal que tenemos el Mundial para hacernos más leve la travesía del desierto veraniego. Nos entretendrá un rato y a partir del 11 de julio podremos ponernos de nuevo con cuestiones de máxima seriedad, como los fichajes de la temporada que viene. Pero antes reflexionemos un poco sobre el curso que acaba de terminar.

En el fútbol, la memoria es corta. Acaba un partido y a los cinco minutos ya estamos pensando en el siguiente. Hagamos un esfuerzo y miremos atrás. Más allá de quién ganó qué Liga o qué Copa, recordemos otros importantes episodios antes de que los devore la amnesia.

En un mundo tan ferozmente competitivo, con tanta pasión tribal y tanto dinero en juego, es notable el altruismo de Rafa Benítez, que, sin parpadear, vendió al Madrid a Xabi Alonso, cuya ausencia fue la principal causa de la catastrófica campaña que ha hecho el equipo que entrena, el Liverpool. Magnífico, pero nada que ver con la generosidad del Barcelona, que regaló a Eto'o -sí, gratis, más otro regalo de 45 millones de euros por el suplente de Bojan, Ibrahimovic- al Inter, el equipo que acabaría eliminándolo de la Liga de Campeones. La madre Teresa de Calcuta lo habría celebrado.

No olvidemos tampoco lo que los comentaristas de La Sexta se pasaron toda la temporada recordándonos, que la española es "la mejor Liga del mundo". Sería interesante saber si los de la televisión escocesa dicen lo mismo de la suya, ya que su campeonato también se lo reparten siempre los dos mismos equipos.

Aunque, para ser justos, hay que reconocer que la Liga española tiene una ventaja sobre la escocesa: 18 puntos separan al segundo clasificado del tercero en Escocia; en España nos podemos vanagloriar de que la distancia es de 27 puntos. Eso es lo importante en una gran Liga: que, incluso antes del comienzo de la temporada, el suspense sea una cuestión de dos, como en el tenis.

El premio a la decepción más grande se lo podríamos haber dado al Atlético, que acabó la temporada con menos de la mitad de puntos que el Madrid o el Barça, si no fuera por el glorioso hecho de haber ganado la Copa Intertoto -perdón, la Liga Europa- contra el Fulham, que sólo perdió 16 de sus partidos en la Premier.

Por eso el Atleti no puede competir con Robinho, que llegó a España en 2005 coronado de antemano como el mejor jugador del mundo, el heredero -por fin- de Pelé, y acabó fracasando cinco años más tarde en el Manchester City, club que se lo cedió, feliz, al Santos, en el que había empezado el sueño. Igual, claro, Robinho nos sorprende en el Mundial y, junto a otro cuyo pésimo juego también nos llamó la atención esta temporada, Kaká, gana el trofeo para Brasil.

La ilusión nunca muere en el fútbol y una prueba de ello nos la ha dado el Portsmouth, último clasificado de la Liga inglesa, con 24 derrotas en 38 partidos, que, increíblemente, llegó ayer a la final de la Copa, el torneo de fútbol más antiguo, contra el todopoderoso todoterreno Chelsea. Perdió, pero, si no hubiera fallado un penalti en el segundo tiempo que le habría colocado 1-0, podría haber pasado cualquier cosa. Una pena.

Como también es una pena que varios jugadores a los que nos habría gustado ver en el Mundial no van a estar por los caprichos de sus seleccionadores. El Daily Mail de Londres se inventó ayer un equipo de descartados que podría haber dado guerra a cualquiera de los favoritos para alzar la Copa del Mundo. Una defensa con Zanetti y Gaby Milito (la sorpresa es que Maradona no haya excluido a Messi), un centro del campo con Cambiasso, Marcelo y Totti; un ataque con Benzema, Pato y Ronaldinho. Pues no lo habrían hecho nada mal. Otra pena.

Pero basta de nostalgia. Miremos al futuro, a los fichajes que vienen. Kaká e Ibrahimovic, al Portsmouth -o, si tienen suerte, al Atleti o el Fulham-; Rooney y Ribéry, al Madrid, y Villa y Cesc, al Barça, para que el modelo escocés -eso sí, con una pizca más de salero- se siga imponiendo en la mejor Liga del mundo.
 
Publicado en el diario El País de España (16.05.2010)

jueves, 29 de abril de 2010

La mejor victoria de Guardiola

Por RAMON BESA

Al Barça le costará digerir la eliminación de la Copa de Europa porque el Inter es el equipo de Mourinho, ex traductor del club, como remarca el técnico, y porque no podrá defender el título en Madrid, meta que ha actuado como motor del barcelonismo durante la temporada. Quizá porque el año pasado ganó los seis títulos en juego, últimamente al Barça le han ocupado las cuestiones particulares, especialmente los duelos con el Madrid y la final de Chamartín, sensación agrandada por la pugna mediática que a veces provoca reacciones desproporcionadas. A Guardiola se le escapó que "por la meseta entienden mucho de arbitrajes" y se ha armado la de Dios es Cristo.

A muchos aficionados azulgrana les incomoda a veces el discurso de su presidente. La mayoría, en cambio, se siente a gusto con su entrenador. La grandeza de Guardiola es que su obra trasciende lo cotidiano, incluso las semifinales de la Champions, y permite discutir sin dramatismo. Hablar sobre alineaciones y fichajes no supone dudar sobre el juego. Alrededor del més que un club, el Barça ha desarrollado un relato que encaja muy bien con su carta de naturaleza. Ahí está La Masia, Messi, Unicef y una forma de entender y jugar al fútbol única en el mundo, una manera que está por encima del peor de los resultados.

Una situación insólita si se atiende a la historia del Barça y a las consecuencias de sus derrotas en las semifinales de la Copa de Europa. Helenio Herrera salió por piernas más que a hombros después de haber perdido con el Madrid (1959-60), Johan Cruyff quedó marcado como jugador por el Leeds el día de Sant Jordi (1973-74), a Van Gaal se lo rifó el Piojo López en la eliminatoria contra el Valencia (1999-00), Rexach levantó la bandera blanca en el Camp Nou con el Madrid (2001-02) y Rijkaard se ensimismó en Old Trafford (2007-08). La eliminación con el Inter ha dejado mal parado a Ibrahimovic -hay seguidores históricos que comparan el descarte de Eto'o con el de Sotil por Neeskens- y evoca los tiempos de HH y Suárez cuando dejaron Barcelona por Milán. A ningún precandidato electoral se le ha ocurrido en cambio apostar por variar la filosofía futbolística que tan bien ha definido y desarrollado Guardiola.

El salto de calidad ha sido tan espectacular que el Barça es víctima del propio Barça. Los seguidores no quieren que su equipo se parezca al Inter, sino que aguardan al regate de Messi, al pase de Xavi, al arrebato de Piqué, al requiebro de Pedro, a la sutileza de Iniesta. El miércoles no estaba Iniesta ni más jugadores que marcaran la diferencia o se sumaran a la rebeldía de Piqué, circunstancia que seguramente abunda en la necesidad de acudir al mercado y no aguardar a que la cantera resuelva también los problemas estructurales y decida el partido del año. Puede que el plantel se haya quedado corto, los jugadores estén agotados y el viento a favor que propició los goles de Stamford Bridge, Mónaco y Abu Dabi sople ahora en contra en partidos como el del Inter. Los detalles son a veces decisivos en el fútbol. La dirección, sin embargo, tiene que ser inequívoca para la viabilidad del plan, y la del Barça está tan bien subrayada que el barcelonismo no debería alimentarse con el odio al Madrid o a Mourinho sino con el sentido de pertenencia a un equipo que está justamente en el lugar que le corresponde: disputando todos los títulos hasta el último momento y con posibilidades de ganarlos.

Publicado en el diario El País de España (30/04/2010).

sábado, 24 de abril de 2010

El mundo es de los resentidos

Por JOHN CARLIN

- "El genio es un 1% de inspiración y un 99% de sudor". Thomas Edison, que patentó más de 1.000 inventos.

Puede que Edison exagerara. O que no estaba pensando en el fútbol cuando soltó su célebre frase. Pero es verdad que el elemento decisivo en el éxito del Barcelona la temporada pasada, como en el éxito arrollador del Manchester United en Inglaterra durante las últimas dos décadas, han sido las ganas, más que el genio. La receta mágica consiste en combinar las dos cosas. Pero si uno tiene más deseo de triunfar que el rival, el factor genio se anula, o su peso disminuye.

Todo esto es muy obvio pero es útil recordarlo a estas alturas de la temporada, cuando las cosas se empiezan a poner en su sitio, porque sirve de explicación para gran parte de lo que ha pasado y está pasando. Nos explica, por ejemplo, cómo fue posible que el Alcorcón eliminara al Real Madrid multimillonario de la Copa del Rey; que el Espanyol casi ganara al Barcelona el fin de semana pasado; que un equipo falto de talento (salvo Rooney y el veterano Scholes) como el Manchester United siga compitiendo por la Liga inglesa; que el Inter de Milán, equipo de viejos soldados, venciera de manera contundente en la Champions League al Barça de Xavi y Messi.

¿De dónde salen esas ganas, y la fe ciega que generan? La figura del entrenador es importante. A veces la gente se pregunta para qué sirve un entrenador, o qué es lo que define a uno bueno. Pues eso, la capacidad de motivar. Un entrenador puede tener una capacidad intelectual enorme para entender las teclas del juego, pero si no sabe inspirar a sus jugadores no sirve para nada. Si Alex Ferguson, el entrenador del Manchester, se sentara en una clase en la que Pep Guardiola ejerciera de profesor de táctica futbolística, estaría tan perdido como el niño en la clase de matemáticas que nunca entendió los principios básicos de sumar y restar. Pero ese 99% de sudor, que es la consecuencia del hambre de triunfar, Ferguson lo posee a tope. Por eso es capaz de convertir a jugadores mediocres como Darren Fletcher, Michael Carrick, John O'Shea y Ji-Sung Park en campeones.

El Inter de Milán tampoco está exactamente repleto de jugadores brillantes. ¿Cómo es, entonces, que ganó merecidamente 3 a 1 al SúperBarça en lo que fue para ambos el partido más importante de la temporada? En parte, quizá, porque su entrenador, José Mourinho, organizó mejor a los suyos, pero ante todo porque el Inter tuvo más deseo de ganar. ¿Por qué? Porque Mourinho jugaba con ventaja. Tuvo la suerte de tener en sus filas a un grupo de jugadores la mitad de los cuales entraron al campo armados con el motor motivador más potente que conoce la humanidad, el resentimiento.

Tres de los jugadores del Inter fueron descartados por el Real Madrid (Walter Samuel, Esteban Cambiasso y Wesley Sneijder) y dos (Samuel Eto'o y Thiago Motta) los descartó el propio Barça. A esto se suma el resentimiento de la hinchada del Inter, que rugió como nunca el martes en San Siro, consciente de que se le presentaba por fin la posibilidad de curar una vieja herida, de ganar por primera vez la Copa de Europa desde 1965, período en el que el Milan, su odiado vecino, la ha alzado seis veces.

Quizá el fondo de la cuestión, y el probable secreto del extraordinario éxito que Mourinho ha logrado en tres clubes, en tres países, en ocho años, sea que el portugués tiene toda la pinta de ser por naturaleza un resentido, peleado con el mundo, como lo es, manifiestamente, Alex Ferguson. Guardiola, en cambio, parece que no. La suerte es que en este preciso momento, tras la peor derrota de su mandato, sí lo es. Como también lo son sus jugadores. Se les cuestiona que por primera vez en mucho tiempo, tienen el orgullo dolido y en el partido de vuelta del miércoles les poseerá un deseo desesperado de reivindicarse frente al mundo.

Si resulta que la satisfacción de la victoria calmó un poco la acomplejada ansiedad de los jugadores del Inter, si los que salen al campo con la dosis de resentimiento más alta son los del Barça, sin excluir a los genios Messi y Xavi, suyo será el triunfo en la batalla del Camp Nou.
 
Publicado en el diario El País de España (25.04.2010)

domingo, 18 de abril de 2010

Wayne Rooney y la plaga blanca

Por JOHN CARLIN

- "Somos la primera raza del mundo y cuantos más lugares del mundo habitemos mejor para la raza humana". Cecil Rhodes, imperialista británico del siglo XIX

Entre los años 1600 y 1950, 20 millones de personas abandonaron las islas Británicas y empezaron vidas nuevas en lo que, en su día, fue el imperio más grande de todos los tiempos. Según cuenta el historiador Niall Ferguson en su libro Empire, ningún otro país ha exportado, ni de cerca, más seres humanos.

¿Por qué será, entonces, que les cuesta tanto a los jugadores de fútbol británicos adaptarse al estilo de vida de otros países? Hemos visto la facilidad con que italianos, franceses, holandeses, portugueses e incluso españoles han dado el salto a la cultura y a la sociedad británica, pero los campeones mundiales de la emigración sufren hoy cuando cambian de tierra. Ha habido excepciones, como Steve McManaman, que fue feliz en Madrid, y David Beckham, que también, aunque no tanto su esposa, Victoria, cuya repugnancia por "la comida grasienta" española la llevó de vuelta a casa y a su marido a los brazos de otra. Pero por cada dos que se han adaptado ha habido 10 que no.

Más típico es el caso del gran goleador del Liverpool, Ian Rush, que, tras su fracaso en la Juventus, ofreció la memorable explicación siguiente: "Era como vivir en un país extranjero". O el de Luther Blisset, cuyo principal drama durante el año triste que vivió en el Milan fue, como él mismo confesó, la imposibilidad de conseguir en Italia su desayuno favorito, los rice krispies.

Parte de la explicación de este aparente misterio debe de residir en el hecho de que, a diferencia de los imperialistas españoles o los portugueses, los británicos salieron a conquistar tierras lejanas acompañados de sus mujeres. No sólo no tenían relaciones amorosas con las indígenas (México y Brasil son países en los que reina el mestizaje; en India, no) sino que implantaban su cultura, creaban pequeñas sociedades británicas, en las colonias. Vemos lo mismo hoy en día con los turistas en España. Vienen millones, pero para la mayoría la idea de pasarlo bien se centra en recrear las condiciones de su país -fish and chips, grotescas borracheras, lecturas del tabloide The Sun- bajo el sol mediterráneo.

A diferencia de los italianos, en particular, y de los holandeses también, los británicos, con pocas excepciones, nunca tuvieron ni la cortesía, ni la audacia ni el deseo de asimilar el concepto de saber estar. Creer que Wayne Rooney sería capaz de hacerlo en España es una locura o, como mínimo, una idea altamente arriesgada, ya que esta semana se ha estado hablando con insistencia en la prensa deportiva de la posibilidad de que el jugador del Manchester United fiche en el verano (se ha llegado a hablar de un precio de 150 millones de euros) por el Real Madrid.

Rooney, por si los seguidores y los dirigentes del Madrid no lo han pillado, corresponde en un ciento por ciento, o más si fuera posible, al estereotipo del turista del que estamos hablando. Abandonado a sus propios impulsos, es el clásico que en la madrugada ibicenca aparece inconsciente en la playa vestido de prostituta o de monja tras pasar la noche bebiendo cantidades industriales de tequila y cerveza, exhibiendo el culo en las calles del casco histórico.

La solución, si el Madrid se empeña en ficharle, podría pasar por hacer algo parecido a lo que hizo el Barcelona con Leo Messi o hicieron los conquistadores británicos de antaño. Traer a Rooney con toda su familia.

Claro, lo que quedaría por ver sería si la ciudad de Madrid estaría preparada para semejante invasión vandálica. En la fiesta que Rooney, de aspecto más de boxeador que de futbolista, y su esposa, Colleen, dieron unos años atrás para celebrar su compromiso de bodas, los padres y los tíos de él, hombres y mujeres, acabaron a palos en el suelo del local. La policía tuvo que acudir a imponer orden.

Niall Ferguson escribe en su libro que gran parte de los habitantes africanos o indios en tiempos del Imperio Británico veían a los colonos de las islas como una temible plaga blanca. Pues eso. Ojo con Rooney. Es un grandísimo jugador, por supuesto. Pero, en el caso de que acabase en Madrid, esa frase, plaga blanca, podría llegar a adquirir nuevas y no menos alarmantes connotaciones.
 
 
publicado en el diario El País de España el 18.04.2010.

sábado, 3 de abril de 2010

Messi y Maradona en el diván

Por JOHN CARLIN

- "A ver si es verdad que va a ser mejor que yo". Un no del todo feliz Diego Maradona, a un compañero, tras un gol de Messi contra Francia en febrero de 2009.

Opinando sobre la brillantez sin adjetivos de Leo Messi el otro día, un bloguero inglés ofreció la siguiente reflexión: que la única fuerza en el universo capaz de parar al argentino era su compatriota, y seleccionador, Diego Maradona.

Sobre el campo nadie está a la altura porque el secreto consiste no en pararlo con los pies, sino con la cabeza. Hay que penetrar el cerebro de Messi e influir en su estado de ánimo con el propósito de diluir su altísima dosis del elixir de la vida, la confianza. El objetivo es inhibirle, hacerle dudar de sí mismo en aquellos momentos decisivos que en un partido marcan la diferencia entre el éxito y el fracaso, entre el regate certero y la pérdida del balón, entre el gol y el acierto del portero. Estamos hablando de microsegundos en los que, con la mente despejada, Leo es Leo y lo imposible se vuelve realidad. Con la mente contaminada, en cambio, incluso lo posible se le complica.

Y éste es precisamente el impacto que Maradona tiene sobre Messi. Maravillosamente perverso, se podría decir, ya que el éxito del dios argentino como seleccionador en el Mundial de Suráfrica dependerá de la capacidad de Messi de jugar a su más alto nivel. Un Messi liberado y feliz es capaz de llevar a Argentina a la conquista de la Copa del Mundo, como hizo Maradona el jugador en 1986. Pero, como los argentinos no dejan de lamentarse, cuando Messi cambia la camiseta blaugrana del Barcelona por la albiceleste de su selección se convierte en un ser triste, flojo, enjaulado.

El problema no es el color de la camiseta; la kriptonita del supermán es Maradona. ¿Será consciente Maradona del impacto destructivo que está teniendo sobre Messi, y sobre sí mismo como seleccionador? Con toda seguridad, no. Maradona es muchas cosas pero nadie jamás le ha acusado de ser un Sócrates de la reflexión. Entonces, no nos queda más remedio que recurrir al resorte favorito de la clase media argentina, el psicoanálisis.

El mensaje que el inconsciente le transmite a Diego va a algo así: soy Dios en mi tierra porque gané el Mundial de 1986 y me convertí para mis compatriotas -y para buena parte de la humanidad- en el mejor jugador de fútbol de todos los tiempos. Mi condición de Dios depende de que mantenga ese estatus, de que no me quiten del pedestal, o de que no aparezca otro -un hijo mío, o sea de Dios- digno de compartir el panteón conmigo, o incluso de destronarme. Si dejo de ser considerado como el mejor, como el argentino más admirado de la historia, dejo de ser yo. Porque yo no soy yo, sino una noción fabricada en la mente de los argentinos que yo también me he creído. Con lo cual, si dejo de ser el único y verdadero Dios, pierdo mi identidad. Ya no sabré quién soy. Porque no hay nada más.

El destino de Argentina en el Mundial dependerá de si Maradona es capaz de imponer la razón a las poderosas fuerzas que emanan de su inconsciente, tarea que es muy difícil, aún para gente normal. La razón, en este caso, consiste en hacer lo humano y lo divino para que Messi se sienta tan bien jugando para su selección como cuando juega para el Barcelona; en dejar de hacer lo que Maradona ha estado haciendo, que es minar su confianza transmitiéndole mensajes ambiguos, declarando un día que es un chupón, otro que todo depende de él. Que se fije en Pep Guardiola, el entrenador del Barça, que mima a Messi en privado, seguro, y en público no deja a) de elogiarle; b) de recordar que el peso de los resultados recae en todo el equipo, no sólo en él.

La pregunta, entonces, es, ¿cuántas ganas tiene Maradona realmente de ganar un Mundial como seleccionador? El desafío consiste en anteponer los intereses de la patria al ego que la patria tanto ha hinchado. Muy difícil, repetimos. Pero con el Diego, que ha frenado (se supone) su pasión por la cocaína e incluso ha vuelto del lecho de la muerte, nunca se sabe. Maradona tiene que obrar otro milagro: se tiene que vencer a sí mismo para que Messi sea invencible, en todos los colores.

Publicado en el diario El País de España (03.04.2010)

domingo, 28 de marzo de 2010

Guardiola, Wenger y el complejo de Edipo

Por JOHN CARLIN

- "La prioridad de Wenger no es ganar trofeos; es el estilo de juego". George Graham, ex entrenador del Arsenal, sobre el actual entrenador del equipo.

El Barcelona-Arsenal, en cuartos de final de la Champions, será un enfrentamiento entre padre e hijo. Con la curiosidad de que, en este caso, el hijo llevará 21 años al padre. Porque el gran sueño de Arsène Wenger, que dirige el Arsenal desde 1996, es que el equipo que él ha hecho a su imagen crezca, madure y llegue a jugar algún día como el Barcelona de su admirado Pep Guardiola, un jovenzuelo que lleva apenas 18 meses ejerciendo de entrenador en las grandes divisiones.

No se cansa Wenger de echar piropos al Barça ("su fútbol es arte") y de recurrir al modelo de Guardiola cuando se le critica por insistir en jugar buen fútbol, incluso (o especialmente) cuando los resultados parecen exigir que debería revertirse a métodos menos románticos. La obstinación ha tenido su recompensa. El Arsenal pelea por ganar la Liga inglesa y no está mal encaminado para llevarse también la Champions desplegando el fútbol que más se aproxima en Europa al juego sinfónico del club catalán.

La idea de la rivalidad padre-hijo se puede extender a los propios jugadores, concretamente a Xavi, el director de orquesta del Barça, y a su posible delfín, el también catalán Cesc Fábregas, capitán del Arsenal ("general", dicen muchos) con sólo 22 años. Wenger robó a Fábregas de la cantera del Barcelona en 2003, pero uno de los rumores más insistentes de la temporada ha sido que este próximo verano el jugador volverá a casa. La cuestión para Guardiola (cuya asignatura pendiente es aprender a fichar bien) es si los dos serán capaces de jugar en el mismo once sin estorbarse, ya que a Xavi, que tiene 30 años, todavía le quedan al menos un par de temporadas al máximo nivel.

La misma pregunta se la hará Vicente del Bosque. En Inglaterra, donde Fábregas es considerado con unanimidad como uno de los cinco mejores jugadores de la Liga, no se pueden creer que el gran luchador, creador y goleador del Arsenal no sea titular automáticamente en la selección española. En España, en cambio, es una herejía proponer que Fábregas juegue si es en lugar de Xavi. Pero, en el caso de que Fábregas le gane el duelo en los dos partidos de la Champions [la ida es el miércoles en Londres], en el caso de que el Arsenal emerja victorioso y su capitán vuelva una vez más a hacer lo que hace mejor que Xavi, marcar goles (le supera por 14-2 en la Liga esta temporada), podría aparecer la semilla de un debate hasta ahora inconcebible en el fútbol español.

Eso sí, será difícil que el pretendiente inglés venza al rey de Europa; que el hijo, como Edipo, mate al padre. Guardiola es, por lo menos, igual de hábil que Wenger en el gran arte del entrenador: sacar el máximo rendimiento a lo que tiene. Y, ya se sabe, jugador por jugador, Guardiola tiene más. Tanto en calidad como en experiencia. Esa diferencia de 21 años entre Wenger y Guardiola es más o menos la misma de la que hay entre la suma de las edades del mejor once de ambos equipos, con ventaja numérica en este caso para el Barça. La relativa veteranía puede resultar decisiva en un par de partidos de tan alta tensión, aunque no tanto como la presencia en el Barcelona del incomparable Leo Messi, que muchos periodistas y blogueros ingleses consideran (absurdamente) un jugador inferior al actual ídolo de las islas, Wayne Rooney.

La pena es que uno de los dos equipos quedará eliminado, que ambos no aguantarán hasta la final. No todos los días uno puede ver enfrentados a dos clubes tan comprometidos con la idea de que el fútbol existe para dar placer a las multitudes. El partido será un manjar y un reproche al espíritu rudo y mecánico que predomina en el resto de los equipos que permanecen vivos en la máxima competición de clubes del mundo. Sólo un fanático es capaz de disfrutar del juego del Inter, del Manchester United, del Bayern de Múnich o del CSKA de Moscú o el de los dos equipos franceses, el Lyon y el Girondins de Burdeos. El fútbol del Barça y el Arsenal es de todos. Incluso, si lo quieren, de la dolida afición del Chelsea y del Real Madrid.

Publicado en el diario El País de España (28.03.2010)

domingo, 21 de febrero de 2010

Arsène 'Obama' Wenger

Por JOHN CARLIN


- "El fútbol no es cuestión de hacer bonitos pases o de posesión del balón. El buen fútbol consiste en ganar". Michael Ballack, del Chelsea, tras ganar 2-0 al Arsenal, hace dos semanas.

El Arsenal es como Barack Obama: bella retórica y grandes expectativas que no acaban de concretarse. Una delicia en los encuentros fáciles, o los que no son decisivos; pero decepcionante cuando se enfrenta a la dura realidad. Los grandes trofeos son para el equipo de Arsène Wenger lo que la reforma sanitaria y la resolución del drama de Oriente Medio para Obama: metas, a día de hoy, inalcanzables.

Ningún equipo de Inglaterra juega un fútbol más seductor que el Arsenal; ningún entrenador defiende ideales más admirables, o los expresa con más elocuencia, que Wenger. "Creo que cualquier cosa en la vida, si se hace realmente bien, se convierte en arte", declaró Wenger en el verano, haciendo campaña para la temporada actual. "Si lees un gran escritor, te toca profundamente y te ayuda a descubrir algo nuevo sobre la vida. El día a día de la vida es importante si lo transformas -o intentas transformarlo- en algo que se asemeje al arte. Y el fútbol es así".

Obama no lo podría haber expresado mejor. Durante su candidatura electoral ofreció una visión idealista de cambio radical para crear un mundo mejor. Lo que no acabó de anticipar fue lo complicado que sería realizar sus sueños una vez que el juego comenzara de verdad. Y así ha sido la experiencia de Wenger esta temporada. El Chelsea y el Manchester United, primero y segundo en la Liga inglesa, son los enemigos que el Arsenal, tercero, tenía que superar para triunfar. Ambos le han ganado dos veces esta temporada.

En todos los casos el Arsenal ha tenido la mayor posesión del balón, ha enlazado las mejores jugadas, ha demostrado infinitamente más arte. Pero para el Chelsea y el Manchester, tanto como para el partido republicano estadounidense y el islamismo radical, el arte es un concepto irrelevante, por no decir desdeñable. La cuestión es vencer, sea como sea. Si los grandes valores humanos no sirven a la causa de la victoria, adiós. El pragmatismo es lo que guía a Alex Ferguson, el entrenador del Manchester, y a Carlo Ancelotti, el italiano que está al mando del Chelsea. Dejan que el Arsenal despliegue su jogo bonito, que seduzca al espectador con su oratoria, pero ellos mantienen la cabeza fría, alerta a la debilidad. Su único objetivo es matar y cuando surge la oportunidad, matar es precisamente -despiadadamente- lo que hacen.

Tras la última derrota contra el Chelsea, hace dos semanas, Wenger, como es habitual, se quejó. (Es lo que hacen los aliados de Obama pero, hay que reconocerlo, no el mismo Obama, que siempre mantiene la elegancia). Acusó al rival de no jugar al fútbol y de utilizar "muchas trampas". Pues sí; así son las cosas. Los malos van por el mundo con ventaja competitiva y el Wenger de hoy, el que no ha ganado ningún trofeo en cinco años, no lo quiere reconocer.

El antiguo Wenger, el que estuvo toda una temporada sin perder [la Liga del curso 2003-2004], era menos puro en su idealismo. Tenía a tipos malos en su equipo, o al menos tipos duros y fornidos, como su capitán Tony Adams, un central que no hubiera sabido como deletrear la palabra arte, pero era un veterano de guerra que daría la vida por frenar al enemigo. El actual Arsenal tiene al español Cesc Fábregas como capitán. Al joven Fábregas no le gana nadie en competitividad; en ese sentido es un digno sucesor de Adams. Y además juega con mucho arte. Pero lo que hace falta en el Arsenal es un par de Adamses, tipos con experiencia cuya especialidad es recuperar el balón; no hacer jugar sino impedir que el rival juegue, que es a lo que se dedican más de la mitad de los jugadores del Chelsea y del Manchester United.

Ese puntito de maldad, o de cínico pragmatismo, es lo que le hace falta a Obama para lograr sus objetivos en el cruel mundo real. También a Wenger. Algo tendrán que sacrificar si quieren pasar a la historia no como quijotes admirables, como idealistas que rozaron el ridículo, sino como triunfadores que hicieron realidad los sueños que, en su momento, encandilaron al mundo.


Publicado en el diario El País de España (21.02.2010)