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lunes, 27 de abril de 2009

Cambalache

Por MARIO BENEDETTI

Aquel equipo de futbol, rioplatense (no daré más detalles ya que lo que importa es la anécdota y no el nombre de los actores), llegó a Europa sólo 24 horas antes de su primer partido con una de las más prestigiosas formaciones del Viejo Continente (tampoco aquí daré más detalles). Apenas tuvieron tiempo para una breve sesión de entrenamiento, en una cancha más o menos marginal, cuyo césped era un desastre.

Cuando por fin entraron al verdadero campo de juego (el field, como dicen algunos puristas) quedaron estupefactos ante las descomunales dimensiones del estadio, las tribunas repletas y vociferantes y también ante la atmósfera helada de un enero implacable.

Como es habitual, se alinearon los dos equipos para escuchar y cantar los himnos. Primero fue, lógicamente, el del local, que fue coreado por público y jugadores, seguido por una cerrada ovación.

Luego vino el de los nuestros. La grabación era espantosa, con una desafinación realmente olímpica. No todos los jugadores conocían la letra en su totalidad, pero al menos coreaban la estrofa más conocida. Sólo uno de los deportistas, casualmente un delantero, aunque si se acordaba del himno, decidió cantar en su reemplazo el tango cambalache: “Que el mundo fue y será una porquería, ya lo sé, en el quinientos diez y en el dos mil también“. Sólo en el palco oficial, unos pocos aplaudieron por compromiso.

Cuando concluyó esa parte de la ceremonia, y antes del puntapié inicial, que estuvo a cargo de un arrugado actor del cine mudo, los jugadores rioplatenses rodearon al delantero díscolo y le reprocharon duramente que cantara un tango en lugar del himno. Entre otros amables epítetos, le dijeron: traidor, apátrida, saboteador y cretino. El incidente tuvo inesperadas repercusiones en el partido. Por lo pronto, los otros jugadores evitaban pasarle la pelota al saboteador, de modo que éste, para hacerse con ella, debía retroceder casi hasta las líneas defensivas, y luego avanzar y avanzar, eludiendo a los fornidos adversarios y pasándola luego (porque no era egoísta) al que estaba mejor colocado para tirar al arco.

Los europeos jugaron mejor, pero faltaban pocos minutos para el final y ninguno de los equipos había logrado perforar la valla contraria.

Así, hasta el minuto 43 del segundo tiempo. Fue entonces que el apátrida recogió la pelota de un falso rebote y comenzó su desafiante carrera hacia el arco adversario. Penetró en el área penal, y en vista de que hasta ahora sus compañeros habían desaprovechado las buenas ocasiones que él les brindara, dribleó con tres geniales vaivenes a dos defensas, y cuando el guardameta salió despavorido a cubrir su valla, el cretino amagó que patearía con la derecha pero lo hizo con la izquierda, descolocando totalmente al pobre hombre e introduciendo el balón en un inalcanzable ángulo de la escuadra. Fue el gol del triunfo.

El segundo partido tuvo lugar en otra ciudad (no entro en detalles), en un estadio igualmente impresionante y con sus tribunas de bote en bote. Allí también llegó el momento de los himnos. Primero el local y luego el de la visita. Aunque la banda sonora, iba por otro rumbo, los 18 jugadores, perfectamente alineados y con la mano derecha sobre el corazón, entonaron el tango Cambalache, cuya letra si era sabida por todos.

Aunque se ganó también ese partido (no recuerdo exactamente el resultado), los indignados dirigentes resolvieron suspender la gira europea y sancionar económicamente a todos los jugadores, sin excepción, acusándoles de traidores, apátridas, saboteadores y cretinos.

viernes, 27 de febrero de 2009

Obdulio Varela: El reposo del centrojás

Por Osvaldo Soriano (16 de julio de 1972)

A Daniel Divinsky

La Historia de vida, tal como se la conocía en el suplemento cultural de La Opinión, era una de las formas más difíciles del reportaje. Consistía en escuchar, ante un grabador, durante cinco o seis horas -tal vez más-, a un hombre o una mujer que reconstruían los mejores -o los más terribles- momentos de su existencia. Luego había que comprimir sin reducir, restituyendo a la vez el sabor del relato, el estilo narrativo del entrevistado. Carlos Tarsitano, Ricardo Halac, Julio Ardiles Cray y yo practicábamos el género en La Opinión. Esta entrevista me fue sugerida por Hermenegildo Sábat, quien ilustró en el diario casi todos los textos que contiene este volumen.

El 16 de julio de 1950, en el estadio Maracaná de Rio de Janeiro, nació una de las últimas leyendas del fútbol rioplatense; ese día, el imponente centromedio uruguayo Obdulio Varela silenció a 150 mil fanáticos que festejaban el gol brasileño en la final de la Copa del Mundo, convertido por el puntero Friaca. A los seis minutos del segundo tiempo, Brasil abrió el marcador alentado por las repletas tribunas del Maracaná, inaugurado especialmente para ese torneo. Entonces, todo Río de Janeiro fue una explosión de júbilo; los petardos y las luces de colores se encendieron de una sola vez. Obdulio, un morocho tallado sobre piedra, fue hacia su arco vencido, levantó la pelota en silencio y la guardó entre el brazo derecho y el cuerpo. Los brasileños ardían de júbilo y pedían más goles. Ese modesto equipo uruguayo, aunque temible, era una buena presa para festejar un título mundial. Tal vez el único que supo comprender el dramatismo de ese instante, de computarlo fríamente, fue el gran Obdulio, capitán -y mucho más- de ese equipo joven que empezaba a desesperarse.

Y clavó sus ojos pardos, negros, blancos, brillantes, contra tanta luz, e irguió su torso cuadrado, y caminó apenas moviendo los pies, desafiante, sin una palabra para nadie y el mundo tuvo que esperarlo tres minutos para que llegara al medio de la cancha y espetara al juez diez palabras en incomprensible castellano. No tuvo oído para los brasileños que lo insultaban porque comprendían su maniobra genial: Obdulio enfriaba los ánimos, ponía distancia entre el gol y la reanudación para que, desde entonces, el partido -y el rival-, fueran otros.

Hubo un intérprete, una estirada charla -algo tediosa- entre el juez y el morocho. El estadio estaba en silencio. Brasil ganaba uno a cero, pero por primera vez los jóvenes uruguayos comprendieron que el adversario era vulnerable. Cuando movieron la pelota, los orientales sabían que el gigante tenía miedo.

Fue un aluvión. Los uruguayos atropellaban sin respetar a un rival superior pero desconcertado. Obdulio empujaba desde el medio de la cancha a los gritos, ordenando a sus compañeros. Parecía que la pelota era de él, y cuando no la tenía, era porque la había prestado por un rato a sus compañeros para que se entretuvieran. Llegó el empate. Los brasileños sintieron que estaban perdidos. El griterío de la tribuna no bastaba para dar agilidad a sus músculos, claridad a sus ideas. Las casacas celestes estaban en todas partes y les importaba un bledo del gigante. Faltaban nueve minutos para terminar cuando Uruguay marcó el tanto de la victoria. El mundo no podía creer que el coloso muriera en su propia casa, despojado de gloria.



Artistas, locos y criminales, Editorial Bruguera, 1983.

martes, 27 de enero de 2009

La pelota como bandera

Por EDUARDO GALEANO

En el verano de 1916, en plena guerra mundial, un capitán inglés se lanzó al asalto pateando una pelota. El capitán Nevill saltó del parapeto que lo protegía, y corriendo tras la pelota encabezó el asalto contra las trincheras alemanas. Su regimiento, que vacilaba, lo siguió. El capitán murió de un cañonazo, pero Inglaterra conquistó aquella tierra de nadie y pudo celebrar la batalla como la primera victoria del fútbol inglés en el frente de guerra.

Muchos años después, ya en los fines del siglo, el dueño del club Milan ganó las elecciones italianas con una consigna, Forza Italia!, que provenía de las tribunas de los estadios. Silvio Berlusconi prometió que salvaría a Italia como había salvado al Milan, el superequipo campeón de todo, y los electores olvidaron que algunas de sus empresas estaban a la orilla de la ruina.

El fútbol y la patria están siempre atados; y con frecuencia los políticos y los dictadores especulan con esos vínculos de identidad. La escuadra italiana ganó los mundiales del '34 y del '38 en nombre de la patria y de Mussolini, y sus jugadores empezaban y terminaban cada partido vivando a Italia y saludando al público con la palma de la mano extendida.

También para los nazis, el fútbol era una cuestión de Estado. Un monumento recuerda, en Ucrania, a los jugadores del Dínamo de Kiev de 1942. En plena ocupación alemana, ellos cometieron la locura de derrotar a una selección de Hitler en el estadio local. Le habían advertido:
-Si ganan mueren.

Entraron resignados a perder, temblando de miedo y de hambre, pero no pudieron aguantarse las ganas de ser dignos. Los once fueron fusilados con las camisetas puestas, en lo alto de un barranco, cuando terminó el partido.

Fútbol y patria, fútbol y pueblo: en 1934, mientras Bolivia y Paraguay se aniquilaban mutuamente en la guerra del Chaco, disputando un desierto pedazo de mapa, la Cruz Roja paraguaya formó un equipo de fútbol, que jugó en varias ciudades de Argentina y Uruguay y juntó bastante dinero para atender a los heridos de ambos bandos en el campo de batalla.

Tres años después, durante la guerra de España, dos equipos peregrinos fueron símbolos de la resistencia democrática. Mientras el general Franco, del brazo de Hitler y Mussolini, bombardeaba a la república española, una selección vasca recorría Europa y el club Barcelona disputaba partidos en Estados Unidos y en México. El gobierno vasco envió al equipo Euzkadi a Francia y a otros países con la misión de hacer propaganda y recaudar fondos para la defensa. Simultáneamente, el club Barcelona se embarcó hacia América. Corría el año 1937, y ya el presidente del club Barcelona había caído bajo las balas franquistas. Ambos equipos encarnaron, en los campos de fútbol y también fuera de ellos, a la democracia acosada.

Sólo cuatro jugadores catalanes regresaron a España durante la guerra. De los vascos, apenas uno. Cuando la República fue vencida, la FIFA declaró en rebeldía a los jugadores exiliados, y los amenazó con la inhabilitación definitiva, pero unos cuantos consiguieron incorporarse al fútbol latinoamericano. Con varios vascos se formó, en México, el club España, que resultó imbatible en sus primeros tiempos. El delantero del equipo Euzkadi, Isidro Lángara, debutó en el fútbol argentino en 1939. En el primer partido metió cuatro goles. Fue en el club San Lorenzo, donde también brilló Angel Zubieta, que había jugado en la línea media de Euzkadi. Después, en México, Lángara encabezó la tabla de goleadores de 1945 en el campeonato local.

El club modelo de la España de Franco, el Real Madrid, reinó en el mundo entre 1956 y 1960. Este equipo deslumbrante ganó al hilo cuatro copas de la Liga española, cinco copas de Europa y una intercontinental. El Real Madrid andaba por todas partes y siempre dejaba a la gente con la boca abierta. La dictadura de Franco había encontrado una insuperable embajada ambulante. Los goles que la radio transmitía eran clarinadas de triunfo más eficaces que el himno Cara al sol. En 1959, uno de los jefes del régimen, José Solís, pronunció un discurso de gratitud ante los jugadores, "porque gente que antes nos odiaba, ahora nos comprende gracias a vosotros". Como el Cid Campeador, el Real Madrid reunía la virtudes de la Raza, aunque su famosa línea de ataque se parecía más bien a la Legión Extranjera. En ella brillaba un francés, Kopa, dos argentinos, Di Stéfano y Rial, el uruguayo Santamaría y el húngaro Puskas.

A Ferenk Puskas lo llamaban Cañoncito Pum, por las virtudes demoledoras de su pierna izquierda, que también sabía ser un guante. Otros húngaros, Ladislao Kubala, Zoltan Czibor y Sandor Kocsis, se lucían en el club Barcelona en esos años. En 1954 se colocó la primera piedra del Camp Nou, el gran estadio que nació de Kubala: el gentío que iba a verlo jugar, pases al milímetro, remates mortíferos, no cabía en el estadio anterior. Czibor, mientras tanto, sacaba chispas de los zapatos. El otro húngaro del Barcelona, Kocsis, era un gran cabeceador. Cabeza de oro, lo llamaban, y un mar de pañuelos celebraba sus goles. Dicen que Kocsis fue la mejor cabeza de Europa, después de Churchill.

En 1950, Kubala había integrado un equipo húngaro en el exilio, lo que le valió una suspensión de dos años, decretada por la FIFA. Después, la FIFA sancionó con más de un año de suspensión a Puskas, Czibor, Kocsis y otros húngaros que habían jugado en otro equipo en el exilio desde fines de 1956, cuando la invasión soviética aplastó la resurrección popular.

En 1958, en plena guerra de la independencia, Argelia formó una selección de fútbol que por primera vez vistió los colores patrios. Integraban su plantel Makhloufi, Ben Tifour y otros argelinos que jugaban profesionalmente en el fútbol francés.

Bloqueada por la potencia colonial, Argelia sólo consiguió jugar con Marruecos, país que por semejante pecado fue desafiliado de la FIFA durante algunos años, y además disputó unos pocos partidos sin trascendencia, organizados por los sindicatos deportivos de ciertos países árabes y del este de Europa. La FIFA cerró todas las puertas a la selección argelina y el fútbol francés castigó a esos jugadores decretando su muerte civil. Presos por contrato, ellos nunca más podrían volver a la actividad profesional.

Pero después Argelia conquistó la independencia, el fútbol francés no tuvo más remedio que volver a llamar a los jugadores que sus tribunas añoraban.


Con el deporte no se juega, Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1994.