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miércoles, 19 de mayo de 2010

Zamora, el portero que desquició a Mussolini

Por GUILLERMO DANIEL OLMO

Esa mañana Mussolini amanece algo irritado. No sabe muy bien por qué. El campeonato mundial que, gracias a su influencia diplomática, se celebra en Italia va sobre ruedas. El pueblo está entusiasmado y la azzurra es la gran favorita. En octavos de final se han quitado de en medio a Estados Unidos, metiéndole siete goles. Nada menos que siete. Pero hay algo que no va bien. En cuartos de final, espera España.

Tras el primer café, Mussolini llama a uno de sus subordinados. ¿Y las entradas? Todas vendidas, Excelencia. El estadio será una olla a presión para los españoles. Mussolini cuelga. Dirige los destinos de un país al que quiere convertir en imperio. Acostumbrado a que su voluntad sea inapelable, hay algo que no obedece a sus órdenes cuarteleras: el balón. ¿Y si gana España?, se pregunta mientras observa frente al espejo que en su maciza testuz ha brotado una arruga más.

Nadie en la bulliciosa Florencia contempla esa posibilidad. Los tenderos despachan, los cafés se apuran, los curas ofician misa y en todas partes late la misma convicción. Italia campeona. Forza Italia.


Italia, favorita

Mientras, en una silenciosa habitación de hotel, Ricardo Zamora ojea la prensa internacional. Los diarios dan como clara favorita a Italia y hablan de él como el principal activo de un equipo, España, que cuenta entre sus virtudes la velocidad de sus atacantes y la elegancia de sus defensas. Un buen equipo, pero al que no se cree capaz de tumbar a los claros dominadores del fútbol mundial y menos en su propio territorio.

Zamora abandona su habitación y baja a desayunar con sus compañeros. No hablan mucho. El portero está taciturno. Tiene 33 años, acaba de proclamarse campeón con el Real Madrid y en España ya es un ídolo. Tiene todo el reconocimiento y es uno de los primeros profesionales que se ha hecho rico con el fútbol. Pero sabe que, a su edad, está ante su última oportunidad de hacer algo grande en los torneos internacionales. Él quiere triunfar con España. Zamora levanta la mirada del plato y ve rostros como los de Isidro Lángara. El jugador del Oviedo es un goleador nato, un tío que siempre que recibe encara y cuyos remates son tan potentes que son capaces de doblar las manos de los porteros más solventes. Isidro marcó uno de los tres que le hizo España a Brasil en los octavos de final. Esta tarde le vamos a necesitar, piensa Zamora.

El Duce conoce a Zamora. Todos los aficionados al fútbol le conocen. Como escriben las crónicas de entonces, es junto al checoslovaco Frantisek Planicka, también portero, la estrella del mundial. Y el Duce no se fía. Le gustaría poder intimidar con su retórica pugilística al arquero barcelonés y obligarle a obedecer, a rendirse. Pero no puede. Y eso le enerva, así que vuelve a comunicar con la selección italiana y hace llegar un mensaje a jugadores y cuerpo técnico: «La patria espera lo mejor de ustedes. Quedaría muy decepcionada si no hacen gala del impetuoso espíritu que siempre, desde los gloriosos tiempos de las legiones romanas, han mostrado los guerreros itálicos en el campo de batalla. Para tanta decepción no cabría más que un castigo severo». Los jugadores lo entienden bien. Algunos contarían tiempo después que desde el Gobierno se les amenazó veladamente con la muerte si no ganaban el mundial.

Desde arriba, desde el palco, El Duce tuerce el gesto cuando los once muchachos de rojo saltan al campo y el estadio se les cae encima. Hay uno que destaca sobre los demás. Con sus casi 190 centímetros y su imponente figura, la estampa de Zamora escuchando el himno español sobresale. Mussolini le contempla pensativo. Tampoco se fía del artillero Lángara ni del escurridizo interior derecha, Luis Regueiro. No quiere probar ninguno de los canapés que le ofrecen.

Los jugadores toman posiciones. Italia despliega a sus estiletes en ataque, Meazza en la mediapunta, para lanzar a talentos como los de Monti o Schiavio. Zamora se coloca bajo su arco. Ignora los insultos de los tifosi y comparte una mirada cómplice con Quincoces, su fiel aliado en la zaga madridista. Jacinto Quincoces es un defensa tan potente como elegante. «El mejor defensa del mundo», para los periodistas de entonces.

El árbitro decreta el inicio del partido. En el campo está la todopoderosa Italia. Pero la primera la tiene España, que ha salido de la caseta convencida de sus opciones y jugando su fútbol incisivo y veloz. Iraragorri conecta con Lángara, que, como los buenos pistoleros, desenfunda rápido. De primeras, según le llega, emboca un tiro seco y raso, pegado a la cepa del poste. Combi se estira y a duras penas alcanza a despejar a córner. El Duce se revuelve en su asiento. «¿Y si gana España?», vuelve a repetirse.

Los italianos sienten la ansiedad de ser favoritos y jugar en casa. La Roja, a base de desparpajo, no deja de generar ocasiones. Quizá apremiados por las exigencias del dictador fascista, los jugadores de la Azzurra comienzan a emplearse con intolerable violencia y a desplegar toda clase de malas artes sin que el colegiado suizo Luis Baert se dé por aludido. Así, marrullería mediante, empiezan a dominar, Pero España no se arruga. Cuanto más ruge la grada, más se multiplica Quincoces. Llega a todo. Lo saca todo. Aborta, a veces de modo acrobático otras con sobria velocidad, todas las tentativas atacantes italianas.

El Duce se muerde las uñas. Su mal humor va en aumento. Quincoces no flaquea y en las ocasiones en que los hábiles atacantes italianos logran superar la barrera defensiva del doctor Salazar, emerge el portentoso Zamora, sea imponiendo su ley en el juego aéreo o con intervenciones en las que demuestra una elasticidad inverosímil en un gigante de su calibre.


La roja no claudica

España repliega, pero no deja de mirar al arco rival. Quincoces inicia los vertiginosos contragolpes de la Roja, sacando el balón con clase y con maestría. Es un choque entre dos estilos diferentes, pero ambos ambiciosos. La técnica y el toque italianos, frente a la velocidad y la pegada de la Roja. Sólo hay una diferencia. Los azzurri se hinchan a dar patadas impunes. Es un auténtico partidazo. Bajo palos, Zamora sufre por lo que están recibiendo. En el palco, el dictador sigue inquieto. ¿Y si gana España?

En una de las muchas tarascadas, la defensa italiana corta violentamente un avance de Iraragorri. Es el minuto 31. La entrada ha sido tan bestial que el árbitro no puede dejar de marcarla. La falta es peligrosa. En la diagonal del área de Combi. Los italianos forman en defensa. Son eficientes en la estrategia y disciplinados en defensa. Su extrema concentración táctica controla todos los factores. Pero todo sistema, por matemático que sea, alberga su entropía. Y la entropía esta e la detonará el hábil y menudo extremo madridista Luis «el corzo» Regueiro. Lángara bota la falta. Pese a que todo el estadio espera un latigazo del temido pistolero asturiano, este bota un centro medido y sutil. La violencia esta vez la pone Regueiro, que empala un zurdazo letal ante el que de nada sirve la estirada de Combi. Es un auténtico golazo.

España se adelanta, la grada enmudece. ¿Y Mussolini? Él reprime un grito, golpea el reposabrazos de su asiento. Frunce el mentón y el ceño. «Maldita sea, ¿y si gana España?». Zamora mientras alza los puños. Grita de júbilo. Una vez, no más. Sabe que pronto va a tener trabajo. El gigante italiano no se quedará de brazos cruzados. El portero lo sabe. Y está preparado.

Los minutos siguientes son de mucho tajo para el arquero. En diez minutos, el arreón italiano propicia nueve corners. Zamora saca disparos de todos los colores. Algún periodista anota en su agenda el adjetivo con que en su crónica se calificará la actuación del portero: «inenarrable». El asedio es total.

Alrededor del 40, Baert marca una falta junto al área española. El libre directo lo lanza Orsi. El cuero pega en la barrera española, despistando a Zamora, que se ha lanzado en dirección opuesta. Ya batido, Zamora sigue la trayectoria del balón desde el suelo. Fuera, fuera, fuera, empuja Ricardo con el pensamiento. La bola lame el poste. Es córner. Zamora se abandona tendido en un área que tiene más tierra que hierba. Desde el suelo escucha los lamentos del público. España sigue arriba en el marcador.

Un imperial Zamora sigue desquiciando a la delantera italiana, que cada vez más recurre a los pelotazos al área. Para disgusto de la hinchada local, que empieza a silbar a sus jugadores. En una de esas, Ciriaco concede otro saque de esquina. Uno más. Zamora vive en tensión permanente. Pero no hay problema. Como los buenos porteros, es un adicto al peligro. Como los artificieros. Italia bota el córner. El balón vuela hacia el área. Esa es mía, piensa el arquero, dueño y señor de su área. Y arrranca la carrera hacia el cuero. Despliega los brazos. Casi la tiene. Quincoces no va, no hace falta. Sabe que cuando su portero sale, sale de verdad. Zamora no es de los que duda. Casi la tiene. Pero de repente, sufre un violento placaje. Alguien salido de no se sabe dónde interrumpe de un topetazo la carrera hacia el balón del portero. Es Schiavio, quien en flagrante falta sobre el titán de la portería española, deja el balón ante los pies de Ferrari, que remacha a placer el empate.

Zamora tuerce el gesto. Acuclillado en el césped ve a sus compañeros rodear al colegiado, que hace el paripé y consulta al linier. El portero sabe que no va a rectificar. Son muchos años, muchos partidos, demasiados como para no saber cuándo se está ante un bellaco casero y comprado. Va a dar el gol. De nada sirve protestar. Pero no habrá segundo. Aprieta los puños y vuelve a plantarse bajo palos. No escucha los gritos de una grada a la que le importa un bledo la justicia si su equipo gana. El árbitro dice gol y es gol. Nada más importa. El estadio celebra. El guardameta se juramenta. No habrá segundo.

El Duce mira alrededor, satisfecho. Relaja unas manos empapadas de sudor por la tensión y esboza uno de esos gestos histriónicos con los que agitaba a las masas. El primero es el difícil. Ya está abierta la lata, rumia Benito, compartiendo euforia con la multitud. El Giovanni Berta ruge. No habrá segundo. No va haber segundo, se repite una y otra vez Zamora mientras se aprieta las manoplas.

En la segunda parte, la Roja sigue exhibiendo la reciedumbre de su defensa y el vertiginoso talento de sus puntas. Italia sigue atacando en vano y a España le anulan un golazo legal a todas luces, obra de Lafuente. Zamora esboza una sonrisa irónica ante el latrocinio arbitral. No habrá segundo gol, vuelve a repetirse en la soledad del arco. Mussolini respira aliviado. Sigue sin verlo claro.

Un párrafo de las crónicas de entonces ilustra bien como fue el segundo periodo: «Zamora, en una enorme estirada, manda la pelota a córner, que saca el extremo derecha italiano. Sigue la delantera española jugando a maravilla y empleándose con aquella furia que la hizo famosa».

Pero poco a poco, la violencia transalpina va haciendo mella en los muchachos del doctor Salazar y el juego va, cada vez más, volcándose sobre la portería del «divino» Zamora. Con todo, la Roja resiste. Y se llega a la prórroga. El duce no quiere ni mirar. Ese maldito español lo para todo. ¿De qué sirve que el colegiado ayude si questi bastardi no son capaces de batir a un tipo que está visiblemente cansado? Y de nuevo, la misma zozobra, ¿y si gana España?

Media hora más de fútbol y emoción. Hay nervios en el estadio. Al poco de comenzar el tiempo extra, Schiavio hace otra de las suyas. Corre tras un pase en profundidad. Zamora, con una autoridad que resiste a la fatiga se anticipa y se hace con el cuero, pero el atacante boloñés deja los tacos y se los clava al portero en... ¡el ojo! El madridista queda tendido en el suelo. Le duele. Sangra. Está aturdido. No sabe bien lo que ha ocurrido, pero se aferra al cuero. No lo suelta ni mientras le limpian la sangre los galenos. No habrá segundo. El meta se yergue trabajosamente ante la perplejidad general. De entre el graderío brota algún aplauso aislado. A Mussolini la cólera está punto de hacerle estallar las venas de la sien. Más aún cuando se señala el final del partido y este queda en tablas. Con los jugadores aterrados despidiendo al público realizando el saludo fascista en el centro del campo, el Duce abandona precipitadamente el palco.

El resto de la historia ya es eso, historia. Al poco de terminar el choque, un Zamora dolorido atendía a los periodistas desde el hotel: "Nos han birlado el partido. Lo más indignante de todo han sido los dos goals, el que les han regalado a ellos y el que nos han anulado a nosotros. Ellos se han empleado con una dureza extrordinaria. Todos tenemos alguna caricia. Yo tengo una patada en la ceja, pero podré jugar". El arquero, todo coraje, se equivocaba. Tan sólo 24 horas después se disputaría el partido de desempate. El parte de guerra del día anterior fue tan ominoso que sólo cuatro de los once titulares españoles pudieron formar de inicio en el desempate. Zamora se quedó fuera. Sólo así, y con la ayuda de un trencilla al que un mes después inhabilitarían a perpetuidad por su canalla arbitraje, pudo la todopoderosa Italia doblegar a aquella España de gallardía y talento. Mussolini nunca olvidaría a Ricardo Zamora. El fútbol, tampoco.


Publicado en el blog La nariz de Tassotti del diario ABC de España (19/.05/2010).

martes, 18 de mayo de 2010

Una risa contenida

Por ENRIQUE VILA-MATAS

Moderado como de costumbre, pero no olvidando ciertos contratiempos que desde el exterior le han ido creando esta temporada a su equipo, Xavi Hernández declaraba hace diez días: "Posiblemente, las campañas mediáticas desde Madrid han influido en los árbitros". Y algo más adelante: "Se ha hablado de todo menos del buen juego del Barça". Con estas palabras, sabiendo que vivimos en un mundo de la información en el que se olvida muy pronto todo, Xavi quería recordar que, a partir de la eliminación del Madrid por el Lyon y de una bronca en el partido jugado por el Barça en el campo del Spórting de Gijón, los árbitros no quisieron arriesgarse ni lo más mínimo a ser acusados de pertenecer a la ilusoria y patrañera trama del villarato y de favorecer los intereses del equipo barcelonés, y eso trajo una sucesión de golpes y otros detalles sucios que fueron minando, de forma oscura y sin dejar huellas, la trayectoria de este gran equipo que ha vuelto a ser el Barcelona esta temporada. ¿O los números de la Liga no son irrebatibles: 99 puntos y sólo un partido perdido, sin ni siquiera haber perdido -ahí estuvo la clave- con el terrible Espanyol?

"Pero las cosas no son como las dicen determinados medios de comunicación. El problema es que se tienen que buscar trifulcas porque la cosa no va bien", concluía Xavi. Esas trifulcas, por cierto, fueron la crónica de un conflicto anunciado, pues es raro en los medios deportivos encontrar a alguien que no sepa que, desde antes de que comenzara la temporada, estaba ya previsto que, si algo se torcía para el Real Madrid, se volvería a cierta cantinela y se recurriría al villarato y a otras artimañas. Todo esto no quita, por supuesto, que el gran rival de este Barça campeón, un rival que ha contado con el trabajo no bien valorado de un más que competente entrenador, ha hecho (con el borrón grave de Lyon y sus contratiempos con el Barça) una buena campaña y, como comentara tan oportunamente Guardiola hace tres semanas, ha merecido ganar la Liga tanto como el Barça, aunque en esto también es cierto que el fútbol es cruel y tajante: al final de la temporada, sólo hay un lugar en la cumbre, y ese sitio sólo puede ocuparlo el vencedor. Por eso, Guardiola también recordó a tiempo que no habría nada que celebrar si el Barça no ganaba al Valladolid.

Se ganó al Valladolid y de la lectura de lo que algunos jugadores dijeron en la fiesta que siguió en el césped se pudieron sacar en limpio dos cosas. Por un lado, emergió una angustiada protesta soterrada por el comportamiento de ciertos medios que le han estado negando sistemáticamente el pan y la sal a un equipo que sigue siendo la admiración del mundo. Una vez más, España es diferente. Y todos sabemos que lo es por la persistencia de una mezquindad y ruindad ancestrales, las mismas que han arruinado casi siempre posibles horizontes de grandeza. Por el otro, fue innegable la simpatía y agradecimiento que los jugadores sienten por el presidente Laporta y que venía a confirmar unas palabras de hace diez días, también de Xavi Hernández: "Lo que queremos es un nuevo presidente que nos cuide como lo ha hecho Laporta, para nosotros ha sido un presidente ejemplar".

Para quienes Laporta no es un santo de su devoción, ha de ser difícil admitir este hecho, pero las cosas son como son y, si hacemos un esfuerzo y nos situamos en el pellejo de los jugadores, veremos que no es tan complicado comprender que éstos hayan podido sentirse, en un momento dado, cómplices y camaradas de un estilo llano y desbocado, muy próximo a ellos y no a Baqueira Beret y muy próximo a la vez de las ideas de Cruyff, el dueño del gran secreto de la revolución del Barça en las últimas dos décadas.

Para este Barça ganador de la Liga se abre ahora una incógnita en forma de elecciones presidenciales que podrían, según quien gane, torcer lo que hasta ahora ha ido bien. No hay incógnita alguna, en cambio, respecto al otro tema que, tras el partido con el Valladolid, emergió tan soterrado a pie de campo: la cuestión de los inventos del canguelo (primera temporada triunfal del Barça) o del villarato (segunda temporada). En este terreno, ya lo dijo Guardiola en la rueda de prensa, conteniendo la risa: las cosas van a continuar igual la próxima temporada. Y si viene Mourinho, ya sabemos incluso cuál será el argumento de la película. Algunos creemos saber también el final.


Publicado en el diario El País de España (18/05/2010).

Se acabó lo que se daba

Por ANDONI ZUBIZARRETA

Pi, pi, pi, tres cortos y contundentes silbatazos dieron por finalizados los suspenses de esta Liga. Tres pitidos que seguro les supieron de forma muy distinta a los diferentes protagonistas. En unos casos, liberadores de alegrías desbordantes como las que se vivieron en La Rosaleda y en el Camp Nou, donde los locales celebraban cosas tan dispares como la permanencia y el campeonato. Se diría, viendo las imágenes, que había más desesperación en los malagueños y más fiesta en Barcelona. Se diría que la alegría malaguista era la de los que se liberan de una tortura y la catalana era de aquellas que se viven con una sonrisa tonta colocada en los labios, de aquellas que duran toda una semana, y que no se sabe muy bien por qué ni cómo sobreviven a todas las notas negras que el día a día nos acercan en estos tiempos revueltos.

Tres pitidos que por otro lado eran el epitafio sonoro de las ilusiones de otros muchos que veían cómo sus sueños salían volando. Se diría que los jugadores del Tenerife deseaban que su partido fuera eterno y que nunca finalizara el tiempo de ser de Primera. Se diría que los jugadores del Real Madrid cerraban con los tres pitidos un sprint que no les permitía remontar al líder, quedándose a un palmo de la gloria, allí donde una cantidad enorme de puntos sólo les dejaba rozar un título que habían perseguido con ahínco.

Tres pitidos y el final de tantas historias. Tres pitidos y tantas emociones que se desbordan. Tres pitidos y se acabó lo que se daba. Y en medio de tantas emociones colectivas, algunas individuales que se desbordaron en forma de lágrimas de alegre tristeza, aquellas de quienes sintieron que una etapa de sus vidas se cerraba con ese último partido, con esa última jugada, aquellas que sirvieron para cerrar las carreras de extraordinarios futbolistas como Joseba Etxeberria y Rubén Baraja. Puede ser que a esta extraña convocatoria se puedan añadir algunos otros, ¿tal vez Raúl?, ¿tal vez Guti?, seguro que otros varios a los que mi desconocimiento los aleja de estas líneas, convocatoria de los que sintieron que los tres pitidos del colegiado de turno cerraban tiempo y actividad, tiempo y colores, que sintieron que nunca más iban a volver a sentir lo que significa ser futbolista, o al menos, no como lo han sentido en los últimos 15 años.

Tres pitidos que debieron ser especialmente significativos en el caso de Mejuto González, que se pidió arbitrar su último partido de Liga en San Mamés y a quien todos despidieron con abrazos como los que uno nunca hubiera pensado que un jugador pudiera compartir con un colegiado. Mejuto, a quien le queda el broche de la final de Copa del Rey, se situaba detrás de su silbato para cerrar y certificar su paso a la jubilación. Tres pitidos y fin, debió de pensar el asturiano y, tal vez, por un momento, su ángel malo le dijo que siguiera con el encuentro, que lo hiciera inacabable para que el recreo fuera eterno. Pero le pudo el cumplimiento del deber, la perfecta asunción del deber del juez, para recoger un chaparrón de aplausos de un público que había acudido a homenajear a un grande de la gran historia rojiblanca y, de paso, le tributó su mejor homenaje al colegiado.

Y es, para todos ellos, el primer día de su otra vida. De aquella en la que van a tener que acostumbrarse a que precedan su nombre con ese feo prefijo de ex. Ex futbolista, ex athlético, ex valencianista, ex árbitro (bueno, Mejuto tiene prórroga hasta mañana). Toda tu vida metida en dos letras. Pi.

Publicado en el diario El País de España (18.05.2010)

lunes, 17 de mayo de 2010

La economía del "feeling"

Por JUAN VILLORO

El histórico Barça de los seis títulos termina otra temporada ejemplar con sabor a triunfo de último minuto. Después de la épica mariscada del curso anterior disfrutamos de una excelente espuma de tortilla. La degustación se ha saciado mejor que el apetito. Y es que el culé no deja de tener hambre.

Una revolución se ha producido en su ánimo, es decir, en su estómago. Del victimismo elegante se ha pasado a la bulimia del éxito. Un equipo devorador de trofeos.

Piqué, nuevo referente de los excesos emotivos blaugranas, lanzó un desafío de gladiador a los legionarios del Inter: «Durante 90 minutos odiarán ser futbolistas». Motivado por su propia afrenta, dio el mejor partido de su vida.

La declaración del central fue una salida de tono en una escuadra con suficiente seguridad en sí misma para permitirse dislates motivacionales.

Guardiola ha traído una mentalidad tan decisiva como el voraz control del balón. Los investigadores de la «inteligencia emocional» tienen en el Barça su mejor laboratorio.

Después del clásico contra el Madrid viajé a la capital española. El domingo por la noche cené en una tasca. En la mesa de al lado, tres elocuentes señoras de la capital hablaban de fútbol. Un hombre de cabellos plateados las oía con apatía. «¿Es que a ti no te interesa el fútbol?», le preguntaron. «La verdad, soy del que juega bien», contestó el hombre. «¡Entonces eres del Barça!», informaron las tres madrileñas. La conversación refleja un cambio de costumbres tan importante como la invención del tendedor. El equipo de Guardiola ha despertado las simpatías de personas que veían al fútbol como el sudoroso oficio de patear y ahora lo consideran una rauda variante de las artes escénicas.

Los méritos del equipo se engrandecieron por un esforzadísimo Real Madrid, acicateado por el tintineo de la bolsa de oro de Florentino Pérez. Sin embargo, en la temporada 2009-2010 el huracán merengue podría haber metido mil goles sin llegar al campeonato, reservado para los que consideran que el marcador consigna la belleza.

En este momento de cava y gratificante espuma, conviene repasar las zozobras del equipo. Después de anotar contra el Manchester en la final de la Champions, Etoo hizo un gesto extraño. Corrió hasta el banderín de córner y pareció aislarse del mundo: tenía la cara de quien está en ninguna parte. Había dejado de pertenecer al Barça. Guardiola decidió sustituirlo por Ibrahimovic en un lance que aún debe ser justificado.

La explicación del gambito se volvió famosa: Ibra costaba mucho más pero aportaría buen rollo en el vestuario. Reinventor de conceptos, Guardiola dijo que todo era cuestión de feeling. A partir de ese momento, el feeling se convirtió en sinónimo de la teoría de la relatividad, la explicación del magnetismo y la clave para la redacción final del Estatut.

Con este fichaje, el técnico del buen gusto buscaba otra cucharada de arte. Por momentos, el resultado fue un empacho. Ibra es un raro talento, un fantasista (como se llama en Italia al solitario creador del juego) que no actúa en medio campo sino en la zona de definición. No es casual que haya encandilado en Milán: un centro delantero con escuela de volante, un Pirlo adelantado.

Aunque su ofició está probado, puede sobrar en un equipo que construye las jugadas al modo de un tapiz y en el punto final necesita el rústico arte de cortar el hilo. Higuaín saldrá del fútbol sin que sepamos qué tan bueno fue. Su simple definición de las jugadas hace que su abultada estadística no compruebe su talento. El sofisticado Barça necesita a un inventor de sencilleces. Es el hueco que dejó el furibundo Etoo.

Las concentraciones y los traslados del Barça han ganado en feeling y la aparición de Pedro confirmó que la entidad es el mayor modelo educativo del fútbol mundial. El futuro blaugrana dependerá de combinar su estilo irrenunciable con la virtud de simplificarlo en los momentos clave.

Las contiendas contra el Inter comenzaron de manera inmejorable: 0-1 en el partido de ida, un hombre de más en el de vuelta. Una dosis de realismo o –usemos la horrenda expresión– de cochina vulgaridad, habrían cambiado el desenlace. El vendaval del Inter sorprendió al Barça en Milán. Después del gol de Pedro, se antojaba un escudo en media cancha, similar al que triunfó en el Bernabéu. Si Ibra hubiera dejado su sitio a Touré, habría habido no sólo más control del juego sino más opciones del gol (el pivote fantasista no estaba para eso).

Especular a toro pasado es fácil y quizá me equivoque. Lo cierto es que al hipertécnico Barça se le dificulta abrir cajas fuertes: ante una defensa numantina, no basta con una asedio digno del Cirque du Soleil. Hace falta dinamita.

El Barça puede sobreponerse a las lesiones de Iniesta con el talento de Cesc y encontrar explosividad en los pies de Villa. Si estas contrataciones se confirman, los resultados serán tan espléndidos como el feeling, ese incalculable valor con el que Guardiola ha ratificado que dirige más que un club.


Publicado en el diario El Periódico de Catalunya (17.05.2010).

El sexo contra el amor

Por SERGIO XAVIER

Ya se convirtió en una tradición. Placar cumplió 40 años y en los 10 últimos hacemos una guía de las Ligas europeas. En cada una de ellas nos arriesgamos a anticipar el campeón de cada país. Oímos a 11 periodistas europeos y suramericanos que eligen a los vencedores de la Champions y de las Ligas en Alemania, Inglaterra, Francia, Portugal, Italia y ... España. El resultado de nuestro sondeo fue curioso. Ocho votos para el Madrid, dos para el Barça y uno para el Chelsea.

Es evidente que nuestra selección fue contaminada por el dinero. No es que hubiéramos recibido algún euro para votar a éste o a aquél. La fortuna desparramada en el Santiago Bernabéu influenció demasiado la votación.

Kaka, Cristiano Ronaldo y Benzema son nombres convincentes. Nuestros votantes quedaron esta vez impresionados con la variedad de las compras madridistas. En otros años, los dirigentes blancos entraban en el supermercado mundial del fútbol y se quedaban solo en la sección de golosinas. Gastaban todo con los delanteros.

Esta vez, no. El Real invirtió en otros sectores del campo, compró volantes como Xabi Alonso, defensas como Albiol. Por todo ello, el Real Madrid de Florentino se convirtió en favorito en la guía de Placar. Y, al final, no levantó ninguna copa. No consiguió la Champions, tampoco la Copa ni la Liga española, básicamente porque el Barça de Guardiola no le dejó. Podremos invocar a Messi en esta discusión. Decir que el argentino es especialísimo y que, por ser de otro planeta, cuenta con superpoderes, y que desequilibró el campeonato. El argumento es correcto. Messi no solo demostró un talento espectacular sino que no dejó de dar aliento a su Barça. El argentino lo tiene todo para ser un cai-cai (esos jugadores que se caen a menudo y están más en el suelo que de pie). Lo tiene todo. Es pequeño, rápido, vive al límite bordeando rivales, con encuentros constantes sin espacios para desarrollar su magia. Pero él siempre halla el camino correcto, entre esquinas y bordes peligrosos, para marcar la diferencia con goles tan bellos que parecen imposibles.

Messi no busca el penalti o la faltinha ni tampoco está preocupado en sacarle tarjetas a los defensas rivales. Los árbitros percibieron eso y solo pasan a indicar las faltas verdaderas. Saben que cuando Messi se cae es porque lo han tirado de verdad. Es falta incuestionable. Así, el argentino se agiganta y entra en la historia del fútbol. El Barcelona fue campeón español mucho en función de lo que dio Messi, sí, pero no fue solo eso. El Real no solo fue subyugado por el rival en función de un talento individual. Tuvimos un combate de un equipo de plástico, hecho en un laboratorio, contra un equipo de fútbol auténtico. El Real tenía un caro y bonito proyecto. El Barça era verdadero. El Real, como un rascacielos de Dubái, intentó ser levantado en una semana con las mejores construcciones prefabricadas. El Barça fue construido ladrillo a ladrillo, pacientemente.

Valdés, Iniesta, Puyol, Xavi, Messi, Piqué, Busquets, Pedro y Bojan son el alma de un equipo construido sin prisa a lo largo de los años. Otros jugadores, como Ibra y Dani Alves, se sumaron a esa base, dando más valor. Pero ya existía una idea de fútbol. Fue esa filosofía la que dejó atrás al Madrid, hecho con el atropello del mundo moderno, donde se cree que vale todo. Si nos arriesgamos en una metáfora con las relaciones personales, el Madrid sería el sexo. Y el Barça, sin duda, el amor.


Publicado en el diario El Periódico de Catalunya (17.05.2010).

La blasfemia

Por DAVID TRUEBA

Respondería a una cierta poética que el último gol que marcara Raúl en la Liga fuera el de La Romareda. Ese día se lesionó y terminó para él la temporada. Temporada agridulce porque, después de años de esplendor en la hierba, el jugador ha asumido el banquillo sin ruido ni furia. La Romareda es el estadio donde en 1994 Valdano lo hizo debutar a los 17 años y jugó su primer partido con un descaro rotundo. Ese último gol Raúl lo marcó cojo, pidiendo el cambio. Mientras el sustituto se quitaba el chándal, a Raúl le dio tiempo a marcar, a dar la última pedalada como esos ciclistas que llegan extenuados a la meta en alto. Pero llegan. Él también es abismal y agónico. Que Raúl marque ese gol cojo es un símbolo perfecto, una salida ideal. Le ha faltado sólo marcar un gol desde el banquillo, en un rebote afortunado.

Porque ahora viene la blasfemia. En cierta manera, Raúl ha sido siempre un jugador del Madrid pero con materiales del Atlético. Puede que su periodo formativo y su salida de la cantera del club rojiblanco no tengan ninguna relevancia en su carrera. Pero hay detalles que sorprenden. El Real Madrid es un equipo de jugadores estilistas o de un rotundo populismo mediático. Los del Atlético son conocidos por sus nombres de pila, Luis, Manolo, Santi, con una familiaridad que uno reserva para el fontanero o el camarero del bar. En cambio, los del Madrid siempre han tenido la deferencia del apellido: Martín Vázquez, Butragueño, Sanchis, García Remón. A unos se les trataba de tú y a otros casi de don. Hasta que llega Raúl y se arremanga, en nombre de pila, y se pone a remar y gana ligas y trofeos aportando cierta precariedad de juego, pero arrobas de épica, resistencia y oportunismo. Vamos, a la manera clásica del Atlético.

Pese a la irrupción de los galácticos, Raúl siempre ha tenido un tono casero. ¿De qué galaxia iba a ser un tipo de la colonia Marconi de Villaverde? Algunos de sus compañeros cambiaron más veces de peinado en un mes que él en los 16 años de competición. Porque quizá el detalle más heroico del máximo goleador en activo de la Liga es que su aspecto ha sido siempre el mismo, para irritación de enemigos y cierto hastío de fans. Lo irrepetible de sus números le ha ido concediendo un poso mítico que le negaban las fotografías. En la era de la imagen y la inmediatez, Raúl ha sido un icono trabajado, un metalúrgico del fútbol. El madridismo se ha beneficiado siempre de esos jugadores. El mismo Di Stéfano es recordado como un señor que lo hacía todo bien, con una entrega agotadora, al contrario de otros ídolos que eran más de jugar por la sombra, al paso, con zapato de gala más que bota de tacos.

Más allá de esta Liga tan reñida en puntos, pero tan rendida al juego del Barcelona, si a Raúl le da por dejar el Madrid, no lo duden, este campeonato será recordado por ser el último que él jugó. Si se marchase, facilitaría la labor a los que quieren jubilarlo, porque Raúl puede meter goles desde la cola del Imserso y con la cachava. En la Liga italiana o la inglesa, que nadie espere un paseo de aprendizaje, seguro que se faja con los defensas con esa especie de buena educación terca. La blasfemia poética sería que jugara las dos últimas temporadas en el Atlético, con ese equipo al que le ha descerrajado goles desde todas las posturas, incluido el primero en la Liga.

Raúl ha tenido goles feos y celebraciones peores. Lo de besar el anillo, señalarse el dorsal y torear a capotazos en las grandes ocasiones pertenece a su negación para controlar la simbología contemporánea. Es un hombre de otra época, que asimila el triunfo a cierta categoría artificiosa reñida con su austeridad. Con un punto de pupas, porque entre éxitos siempre le perseguirán algunos malditos fallos, la frustración en esa selección nacional que acabó jugando mejor sin él, el alma dolorida tan del Atlético parecía palpitar tras la coraza del mejor madridista de las últimas décadas.

En su juventud restallante, llegó la persecución mediática, las dificultades para ser un chico normal y esa rueda de prensa tras cazarlo a deshoras en las discotecas. Allí asumió públicamente una responsabilidad desmesurada, una desconfianza en el entorno del fútbol brutal, y seguramente limitó su espontaneidad y su apuesta por la felicidad pública frente al rigor, la discreción y en ocasiones la grisura. Una lástima provocada por otros, pero demasiado asumida por él mismo como peaje de madurez. Sólo a instantes baja la mirada, asoma unos ojos burlones e impone una ironía soterrada como los sombreros que hacía a los porteros.

Como todos los jugadores insignia, ha disfrutado y sufrido el poder. Pero nada ensombrece su currículo, una lista de victorias que, cuando se presenten en la nómina de la historia, sonrojarán a los odiadores profesionales. Al fin y al cabo, la mayor blasfemia de todas es fantasear con lo que Raúl pueda decidir en este final de temporada. Es patrón de sí mismo. Pero que nadie dude de que el gol cojo en La Romareda, como el cabezazo de Zidane a Materazzi, tiene una altura mítica, simbólica y eterna.


Publicado en el diario El País de España (17.05.2010)

sábado, 15 de mayo de 2010

La mejor Liga del mundo

Por JOHN CARLIN

- "Acabaremos en el cuarto lugar, no os preocupéis". Rafa Benítez, entrenador del Liverpool, que acabó séptimo en la Premier League.

Menos mal que tenemos el Mundial para hacernos más leve la travesía del desierto veraniego. Nos entretendrá un rato y a partir del 11 de julio podremos ponernos de nuevo con cuestiones de máxima seriedad, como los fichajes de la temporada que viene. Pero antes reflexionemos un poco sobre el curso que acaba de terminar.

En el fútbol, la memoria es corta. Acaba un partido y a los cinco minutos ya estamos pensando en el siguiente. Hagamos un esfuerzo y miremos atrás. Más allá de quién ganó qué Liga o qué Copa, recordemos otros importantes episodios antes de que los devore la amnesia.

En un mundo tan ferozmente competitivo, con tanta pasión tribal y tanto dinero en juego, es notable el altruismo de Rafa Benítez, que, sin parpadear, vendió al Madrid a Xabi Alonso, cuya ausencia fue la principal causa de la catastrófica campaña que ha hecho el equipo que entrena, el Liverpool. Magnífico, pero nada que ver con la generosidad del Barcelona, que regaló a Eto'o -sí, gratis, más otro regalo de 45 millones de euros por el suplente de Bojan, Ibrahimovic- al Inter, el equipo que acabaría eliminándolo de la Liga de Campeones. La madre Teresa de Calcuta lo habría celebrado.

No olvidemos tampoco lo que los comentaristas de La Sexta se pasaron toda la temporada recordándonos, que la española es "la mejor Liga del mundo". Sería interesante saber si los de la televisión escocesa dicen lo mismo de la suya, ya que su campeonato también se lo reparten siempre los dos mismos equipos.

Aunque, para ser justos, hay que reconocer que la Liga española tiene una ventaja sobre la escocesa: 18 puntos separan al segundo clasificado del tercero en Escocia; en España nos podemos vanagloriar de que la distancia es de 27 puntos. Eso es lo importante en una gran Liga: que, incluso antes del comienzo de la temporada, el suspense sea una cuestión de dos, como en el tenis.

El premio a la decepción más grande se lo podríamos haber dado al Atlético, que acabó la temporada con menos de la mitad de puntos que el Madrid o el Barça, si no fuera por el glorioso hecho de haber ganado la Copa Intertoto -perdón, la Liga Europa- contra el Fulham, que sólo perdió 16 de sus partidos en la Premier.

Por eso el Atleti no puede competir con Robinho, que llegó a España en 2005 coronado de antemano como el mejor jugador del mundo, el heredero -por fin- de Pelé, y acabó fracasando cinco años más tarde en el Manchester City, club que se lo cedió, feliz, al Santos, en el que había empezado el sueño. Igual, claro, Robinho nos sorprende en el Mundial y, junto a otro cuyo pésimo juego también nos llamó la atención esta temporada, Kaká, gana el trofeo para Brasil.

La ilusión nunca muere en el fútbol y una prueba de ello nos la ha dado el Portsmouth, último clasificado de la Liga inglesa, con 24 derrotas en 38 partidos, que, increíblemente, llegó ayer a la final de la Copa, el torneo de fútbol más antiguo, contra el todopoderoso todoterreno Chelsea. Perdió, pero, si no hubiera fallado un penalti en el segundo tiempo que le habría colocado 1-0, podría haber pasado cualquier cosa. Una pena.

Como también es una pena que varios jugadores a los que nos habría gustado ver en el Mundial no van a estar por los caprichos de sus seleccionadores. El Daily Mail de Londres se inventó ayer un equipo de descartados que podría haber dado guerra a cualquiera de los favoritos para alzar la Copa del Mundo. Una defensa con Zanetti y Gaby Milito (la sorpresa es que Maradona no haya excluido a Messi), un centro del campo con Cambiasso, Marcelo y Totti; un ataque con Benzema, Pato y Ronaldinho. Pues no lo habrían hecho nada mal. Otra pena.

Pero basta de nostalgia. Miremos al futuro, a los fichajes que vienen. Kaká e Ibrahimovic, al Portsmouth -o, si tienen suerte, al Atleti o el Fulham-; Rooney y Ribéry, al Madrid, y Villa y Cesc, al Barça, para que el modelo escocés -eso sí, con una pizca más de salero- se siga imponiendo en la mejor Liga del mundo.
 
Publicado en el diario El País de España (16.05.2010)