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domingo, 29 de julio de 2012

La Nación Balón

Por FERNANDO SAVATER

Cierto día algún osado preguntó a Leo Messi por sus preferencias literarias y el pequeño gran hombre repuso: “Una vez quise leer un libro y a la mitad no pude más”. Le comprendo perfectamente, a mí me pasó lo mismo cuando intenté ver en televisión un partido de fútbol. Ni su confesión deroga la lectura ni desde luego la mía el fútbol. Todo entusiasmo que nos subleva contra la muerte y sus rutinas merece aprecio. Cuando su prosaico amigo comerciante preguntó a Stendhal para qué servía la cúpula de San Pedro del Vaticano que tanto acababa de encomiarle, el escritor repuso: “Sirve para conmover el corazón humano”. Ese objetivo siempre debe ser tenido por noble, aunque como los humanos somos afortunadamente distintos nuestros corazones tengan diferentes preferencias emocionales…

Pero sin duda lo que establece cierta superioridad de la lectura sobre otras aficiones es que nos permite disfrutar virtualmente con lo que en la práctica nos aburre. Por ejemplo, yo lo paso muy bien leyendo la emoción futbolística de buenos escritores, como Javier Marías (Alfaguara acaba de reeditar ampliada su colección de artículos Salvajes y sentimentales), Juan Villoro o el genial y divertidísimo rosarino Roberto Fontanarrosa. Los lectores más jóvenes (aunque ¿qué buen lector no permanece siempre joven?) seguirán con gusto la senda iniciática de un portero de la selección ganadora del mundial -aunque no sea Iker Casillas- en El portero de la selva de Mal Peet (Ed. Salamandra), relato en el que se combinan épica y fantasía. Claro que tampoco viene mal curarse de idealizaciones excesivas de este deporte multimillonario y enterarse de sus bajos fondos, revelados en Juego Sucio. Fútbol y crimen organizado, de Declan Hill (Ed. Alba), un documento que ha llevado a muchos profesionales ante los tribunales y que decidió a Michel Platini a crear un departamento anticorrupción en la UEFA. Por mi parte, nunca olvido que en King Lear (acto 1, escena 4) se pone en su sitio a un atrevido bribón llamándole “vil futbolista”, aunque no hay traductor que se atreva a perpetuar literalmente el dicterio. No deja de ser divertido que lo que en tiempos de Shakespeare fue insulto hoy se vea convertido en el destino profesional más universalmente envidiado…

Y luego está toda la fanfarria esa de los colores nacionales, la bandera y el patrioterismo de balón. Antes de ir más allá recomiendo la lectura de El hígado de Shakespeare, un cuento de Francisco López Serrano incluido en su libro de igual título editado por DVD. Trata de un joven español, español, que elige un pub londinense lleno de hooligans para ver un partido entre las selecciones de España e Inglaterra: una fábula a lo Chesterton que hace primero reír y luego pensar. Pues bien, cuentos aparte, el triunfo en el mundial ha propiciado en muchos una especie de envidia por la coherencia y capacidad de colaboración mostradas por el equipo nacional, tan añoradas en los demás terrenos de juego social, mientras que otros ven en el entusiasmo popular ante nuestros colores la realidad auténtica de un país que se quiere y se siente de una pieza en contra de las permanentes políticas disgregadoras de los separatistas. Puede que “el menos acertado de los artículos constitucionales” sea el que reclama “la indisoluble unidad de la nación española” -acabo de enterarme leyendo un reciente editorial de este periódico- pero lo cierto es que la mayoría de los ciudadanos son tan ingenuos que sigue valorándolo por encima de los demás.

Sin embargo, ese aprecio por lo que tenemos en común (frente al estúpido regodeo en lo que Freud llamó “el narcisismo de las pequeñas diferencias”) no suele ir políticamente más allá de celebrar júbilos folclóricos. Sabido es que las victorias encuentran muchos más jaleadores que las derrotas comprensivos solidarios: entiendo la reserva escéptica del maduro entrenador ante el domingo de ramos que le tributan quienes quizá se hubieran apresurado a crucificarle en otras circunstancias. Como los londinenses enfrentados por barrios en El Napoleón de Notting Hill de Chesterton, necesitamos un adversario exterior para sabernos habitantes de una misma ciudad. Y nuestra unión se sustenta más en estandartes y clamores jubilosos que en la defensa razonada de derechos y garantías compartidas. En El miedo a los bárbaros, Tzvetan Todorov señala que en nuestras democracias acomodadas hay más personas dispuestas a defender con su vida una trinchera dando vivas a la patria eterna, al honor, a la libertad o a otras entidades igualmente abstractas y glamurosas (por ejemplo, la selección nacional de fútbol) que en arriesgar el pellejo cuando llegue el caso vitoreando a la seguridad social, a la educación general obligatoria o a la igualdad de los ciudadanos ante la ley, conquistas prosaicas y devaluadas por carencias burocráticas. En España sobran héroes a la hora gloriosa de los laureles, pero hay déficit de ciudadanos para respaldar y reclamar las obligaciones comunes del día a día…

Nuestro momento triunfal en el universo futbolístico tuvo lugar 24 horas después de la manifestación en Barcelona contra la sentencia del Estatut, la mayor concentración reaccionaria en la Ciudad Condal (100.000 personas según los cómputos no publicitarios) desde aquella que pidió el “diálogo” con ETA tras el asesinato de Ernest Lluch, organizada por los mismos. La tentación de contrarrestar una demostración de irredentismo manipulador nacionalista con clamores no menos oportunistas que pretenden fundar la Constitución en el gol de Iniesta puede ser irresistible para los trivializadores de la política pero en sí mismo es insano y triste. No podemos jugarnos el Estado a los penaltis…

Y no nos engañemos, es del Estado de lo que se trata y no de la nación. En un Estado democrático puede haber muchas naciones, sean culturales o sociales. Nuestros clásicos hablaban de “la nación de los peces” y “la nación de los pájaros”, de modo que bien puede haber la nación de los catalanes o de quien se apunte después. En cambio lo que Cataluña no puede ser en las presentes circunstancias es una nación política, como afirma Zapatero (que en estas cuestiones dice lo que sabe pero no sabe lo que dice), porque eso equivale a Estado nacional y esa casilla ya está ocupada por España… con Cataluña incluida, claro. Las naciones son a veces cosa de sentimientos, pero los Estados son instituciones y tienen su reglamento legal llamado Constitución. Eso es lo que mejor o peor ha recordado la sentencia del TC, que con todos sus fallos y ambigüedades es menos confusa, tramposa e intervencionista que el Estatut mismo que ha debido considerar.

Las instituciones pueden cambiarse, claro que sí, porque los balones botan y los ciudadanos votan. Dentro de tres meses hay elecciones en Cataluña y es el momento de que los partidos que quieran cambiar el modelo de Estado lo propongan de forma explícita e inequívoca, para que sepamos cuántos ciudadanos catalanes están a favor de esa aventura. Lo bueno de los votantes es que son más fáciles y precisos de contar que los manifestantes. Si existe una mayoría de respaldo a una propuesta concreta, será el momento de plantear una reforma constitucional a quien puede hacerla: no los partidos con su toma y daca ni por la puerta trasera de estatutos de autonomía que falsean su papel, sino al conjunto de los ciudadanos españoles, que son los sujetos políticos de la soberanía nacional. Por derecho el sí o el no, sin echar balones fuera.

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Publicado en el diario El País de España.

El reino mágico del fútbol

Por EDUARDO GALEANO

Pacho Maturana, colombiano, hombre de vasta experiencia en estas lides, dice que el futbol es un reino mágico donde todo puede ocurrir. El Mundial reciente ha confirmado sus palabras: fue un Mundial insólito.

• Insólitos fueron los 10 estadios donde se jugó, hermosos, inmensos, que costaron un dineral. No se sabe cómo hará Sudáfrica para mantener en actividad esos gigantes de cemento, multimillonario derroche fácil de explicar pero difícil de justificar, en uno de los países más injustos del mundo.

• Insólita fue la pelota de Adidas, enjabonada, medio loca, que huía de las manos y desobedecía a los pies. La tal Jabulani fue impuesta, aunque a los jugadores no les gustaba ni un poquito. Desde su castillo de Zurich, los amos del futbol imponen, no proponen. Tienen costumbre.

• Insólito fue que por fin la todopoderosa burocracia de la FIFA reconociera, al menos, al cabo de tantos años, que habría que estudiar la manera de ayudar a los árbitros en las jugadas decisivas. No es mucho, pero algo es algo. Ya era hora. Hasta estos sordos de voluntaria sordera tuvieron que escuchar los clamores desatados por los errores de algunos árbitros, que en el último partido llegaron a ser horrores. ¿Por qué tenemos que ver en las pantallas de televisión lo que los árbitros no vieron y quizá no pudieron ver? Clamores de sentido común: casi todos los deportes, el basquetbol, el tenis, el beisbol y hasta la esgrima y las carreras de autos, utilizan normalmente la tecnología moderna para salir de dudas. El futbol, no. Los árbitros están autorizados a consultar una antigua invención llamada reloj para medir la duración de los partidos y el tiempo a descontar, pero de ahí está prohibido pasar. Y la justificación oficial resultaría cómica, si no fuera simplemente sospechosa: el error forma parte del juego, dicen, y nos dejan boquiabiertos descubriendo que errare humanum est.

• Insólito fue que el primer Mundial africano en toda la historia del futbol quedara sin países africanos, incluyendo al anfitrión, en las primeras etapas. Sólo Ghana sobrevivió, hasta que su selección fue derrotada por Uruguay en el partido más emocionante de todo el torneo.

• Insólito fue que la mayoría de las selecciones africanas mantuvieran viva su agilidad, pero perdieran desparpajo y fantasía. Mucho corrieron, pero poco bailaron. Hay quienes creen que los directores técnicos de las selecciones, casi todos europeos, contribuyeron a este enfriamiento. Si así fuera, flaco favor han hecho a un futbol que tanta alegría prometía. África sacrificó sus virtudes en nombre de la eficacia, y la eficacia brilló por su ausencia.

• Insólito fue que algunos jugadores africanos pudieran lucirse, ellos sí, pero en las selecciones europeas. Cuando Ghana jugó contra Alemania se enfrentaron dos hermanos negros, los hermanos Boateng: uno llevaba la camiseta de Ghana y el otro la de Alemania.

De los jugadores de la selección de Ghana, ninguno jugaba en el campeonato local de Ghana.

De los jugadores de la selección de Alemania, todos jugaban en el campeonato local de Alemania.

Como América Latina, África exporta mano de obra y pie de obra.

• Insólita fue la mejor atajada del torneo. No fue obra de un golero, sino de un goleador. El atacante uruguayo Luis Suárez detuvo con las dos manos, en la línea del gol, una pelota que hubiera dejado a su país fuera de la Copa. Y gracias a ese acto de patriótica locura, él fue expulsado, pero Uruguay no.

• Insólito fue el viaje de Uruguay, desde los abajos hasta los arribas. Nuestro país, que había entrado al Mundial en el último lugar, a duras penas, tras una difícil clasificación, jugó dignamente, sin rendirse nunca, y llegó a ser uno de los mejores. Algunos cardiólogos nos advirtieron, desde la prensa, que el exceso de felicidad puede ser peligroso para la salud. Numerosos uruguayos, que parecíamos condenados a morir de aburrimiento, celebramos ese riesgo, y las calles del país fueron una fiesta. Al fin y al cabo el derecho a festejar los méritos propios es siempre preferible al placer que algunos sienten por la desgracia ajena.

Terminamos ocupando el cuarto puesto, que no está tan mal para el único país que pudo evitar que este Mundial terminara siendo nada más que una Eurocopa. Y no fue casual que Diego Forlán fuera elegido mejor jugador del torneo.

• Insólito fue que el campeón y el subcampeón del Mundial anterior volvieron a casa sin abrir las maletas.

En el año 2006, Italia y Francia se habían encontrado en el partido final. Ahora se encontraron en la puerta de salida del aeropuerto. En Italia, se multiplicaron las voces críticas de un futbol jugado para impedir que el rival juegue. En Francia, el desastre provocó una crisis política y encendió las furias racistas, porque habían sido negros casi todos los jugadores que cantaron la Marsellesa en Sudáfrica.

Otros favoritos, como Inglaterra, tampoco duraron mucho. Brasil y Argentina sufrieron crueles baños de humildad. Medio siglo antes, la selección argentina había recibido una lluvia de monedas cuando regresó de un Mundial desastroso, pero esta vez fue bienvenida por una abrazadora multitud que cree en cosas más importantes que el éxito o el fracaso.

• Insólito fue que faltaran a la cita las superestrellas más anunciadas y más esperadas. Lionel Messi quiso estar, hizo lo que pudo, y algo se vio. Y dicen que Cristiano Ronaldo estuvo, pero nadie lo vio: quizás estaba demasiado ocupado en verse.

• Insólito fue que una nueva estrella, inesperada, surgiera de la profundidad de los mares y se elevara a lo más alto del firmamento futbolero. Es un pulpo que vive en un acuario de Alemania, desde donde formula sus profecías. Se llama Paul, pero bien podría llamarse Pulpodamus.

Antes de cada partido del Mundial, le daban a elegir entre los mejillones que llevaban las banderas de los dos rivales. Él comía los mejillones del vencedor, y no se equivocaba.

El oráculo octópodo influyó decisivamente sobre las apuestas, fue escuchado en el mundo entero con religiosa reverencia, fue odiado y amado, y hasta calumniado por algunos resentidos como yo, que llegamos a sospechar, sin pruebas, que el pulpo era un corrupto.

• Insólito fue que al fin del torneo se hiciera justicia, lo que no es frecuente en el futbol ni en la vida.

España conquistó, por primera vez, el campeonato mundial de futbol.

Casi un siglo esperando.

El pulpo lo había anunciado, y España desmintió mis sospechas: ganó en buena ley, fue el mejor equipo del torneo, por obra y gracia de su futbol solidario, uno para todos, todos para uno, y también por las asombrosas habilidades de ese pequeño mago llamado Andrés Iniesta.

Él prueba que a veces, en el reino mágico del futbol, la justicia existe.

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Cuando el Mundial comenzó, en la puerta de mi casa colgué un cartel que decía: Cerrado por futbol.

Cuando lo descolgué, un mes después, yo ya había jugado 64 partidos, cerveza en mano, sin moverme de mi sillón preferido.

Esa proeza me dejó frito, los músculos dolidos, la garganta rota; pero ya estoy sintiendo nostalgia.

Ya empiezo a extrañar la insoportable letanía de las vuvuzelas, la emoción de los goles no aptos para cardiacos, la belleza de las mejores jugadas repetidas en cámara lenta. Y también la fiesta y el luto, porque a veces el futbol es una alegría que duele, y la música que celebra alguna victoria de ésas que hacen bailar a los muertos suena muy cerca del clamoroso silencio del estadio vacío, donde ha caído la noche y algún vencido sigue sentado, solo, incapaz de moverse, en medio de las inmensas gradas sin nadie.

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Publicado en el diario La Jornada de México.