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miércoles, 9 de junio de 2010

El líder y la manada

Por OLIVERIO COELHO
El primer mundial que recuerdo es el del 86. Tenía nueve años. Estaba lejos de apreciar el fútbol como un arte. El equipo de Bilardo, al igual que el de Maradona hoy, había llegado a clasificarse a los tumbos, con un gol agónico de Gareca frente a Perú –un gol tan milagroso como el de Palermo, también ante Perú–. En cada mundial, desde entonces, lo que se pone en juego en Argentina, además de un negocio incalculable, es el tamaño del orgullo nacional, la esperanza de millones de personas para las cuales ser campeón equivale a disputar por un tiempo la hegemonía –no sólo futbolística- de Brasil.

En el 2002 las expectativas generadas por el equipo de Bielsa, ganador cómodo de las eliminatorias sudamericanas, eran enormes. Para colmo, a todos nos parecía obvio que un mundial exitoso vendría a compensar las adversidades que vivía el país. Como si la máxima “desafortunado en el amor, afortunado en el juego” pudiera trasladarse al binomio política-fútbol, todos dábamos por sentado que la selección llegaría a la final por una ley infalible que nos garantizaba justicia en la desgracia. El recuerdo de aquel mundial puede sintetizarse en una frase: imposible tanta desdicha junta.

Hoy la Argentina no es un país en crisis, vive un fervor patriótico en su bicentenario, y las individualidades de esta selección superan a las del equipo de Bielsa. Sin embargo, todas estas estrellas recién ahora empiezan a sincronizarse y casi todo el mundo pone reparos en torno a la capacidad de Maradona como técnico. Esa resistencia disminuyó después de que la albiceleste funcionó de una manera compacta y derrotó de visitante a Alemania en un amistoso. Pero las expectativas generales son modestas. En los cientos de programas y mesas especulativas que se ven en la televisión, queda claro que las semifinales son el margen máximo de esperanza que nos otorgamos.

Es posible que el equipo con el paso de los partidos y algunos buenos resultados, brille. Soy menos escéptico que la mayoría de mis compatriotas. Si bien en el fútbol el diseño táctico es relevante –y a las claras este no es el fuerte de Maradona–, el diseño anímico, la mística del equipo, es otro factor que puede equilibrar ciertas falencias tácticas. Maradona cree que a través de él se expresa Dios, es lo más parecido a un místico sin dogma pero con un Mesías. Sus jugadores no tienen por qué dudar de eso, habida cuenta de sus proezas en México 86 y del presente de Messi en el Barca. Maradona es, para ellos, un líder, un gurú en ese millonario destierro que a la mayoría les tocó vivir, desde adolescentes, en el fútbol europeo.

Después de tanto desarraigo, de tantos entrenadores autómatas al estilo Van Gaal, la paternidad extática de Maradona podría conducirlos a la utopía: primero funcionar como equipo, luego ser imbatibles. Ese tipo de inteligencia afectiva que tan buenos resultados le dio a Guardiola, y que Maradona intenta adaptar al crear un clima distendido durante la concentración albiceleste en Sudáfrica (nótese: posibilidad de tener sexo, llevar aritos, pelo largo, incurrir en alguna copa durante un asado, entrenar liviano y dormir como Dios manda) a priori le asegura a esta selección un lugar más simpático en la memoria que aquella comandada por el severo Pasarella en el 98. En manos de Maradona, los jugadores al menos son humanos… demasiado humanos… y no autómatas profesionales.

* Oliverio Coelho (Buenos Aires, 1977). Su último libro es Parte Doméstico (Emece, 2009).

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