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domingo, 21 de febrero de 2010

Arsène 'Obama' Wenger

Por JOHN CARLIN


- "El fútbol no es cuestión de hacer bonitos pases o de posesión del balón. El buen fútbol consiste en ganar". Michael Ballack, del Chelsea, tras ganar 2-0 al Arsenal, hace dos semanas.

El Arsenal es como Barack Obama: bella retórica y grandes expectativas que no acaban de concretarse. Una delicia en los encuentros fáciles, o los que no son decisivos; pero decepcionante cuando se enfrenta a la dura realidad. Los grandes trofeos son para el equipo de Arsène Wenger lo que la reforma sanitaria y la resolución del drama de Oriente Medio para Obama: metas, a día de hoy, inalcanzables.

Ningún equipo de Inglaterra juega un fútbol más seductor que el Arsenal; ningún entrenador defiende ideales más admirables, o los expresa con más elocuencia, que Wenger. "Creo que cualquier cosa en la vida, si se hace realmente bien, se convierte en arte", declaró Wenger en el verano, haciendo campaña para la temporada actual. "Si lees un gran escritor, te toca profundamente y te ayuda a descubrir algo nuevo sobre la vida. El día a día de la vida es importante si lo transformas -o intentas transformarlo- en algo que se asemeje al arte. Y el fútbol es así".

Obama no lo podría haber expresado mejor. Durante su candidatura electoral ofreció una visión idealista de cambio radical para crear un mundo mejor. Lo que no acabó de anticipar fue lo complicado que sería realizar sus sueños una vez que el juego comenzara de verdad. Y así ha sido la experiencia de Wenger esta temporada. El Chelsea y el Manchester United, primero y segundo en la Liga inglesa, son los enemigos que el Arsenal, tercero, tenía que superar para triunfar. Ambos le han ganado dos veces esta temporada.

En todos los casos el Arsenal ha tenido la mayor posesión del balón, ha enlazado las mejores jugadas, ha demostrado infinitamente más arte. Pero para el Chelsea y el Manchester, tanto como para el partido republicano estadounidense y el islamismo radical, el arte es un concepto irrelevante, por no decir desdeñable. La cuestión es vencer, sea como sea. Si los grandes valores humanos no sirven a la causa de la victoria, adiós. El pragmatismo es lo que guía a Alex Ferguson, el entrenador del Manchester, y a Carlo Ancelotti, el italiano que está al mando del Chelsea. Dejan que el Arsenal despliegue su jogo bonito, que seduzca al espectador con su oratoria, pero ellos mantienen la cabeza fría, alerta a la debilidad. Su único objetivo es matar y cuando surge la oportunidad, matar es precisamente -despiadadamente- lo que hacen.

Tras la última derrota contra el Chelsea, hace dos semanas, Wenger, como es habitual, se quejó. (Es lo que hacen los aliados de Obama pero, hay que reconocerlo, no el mismo Obama, que siempre mantiene la elegancia). Acusó al rival de no jugar al fútbol y de utilizar "muchas trampas". Pues sí; así son las cosas. Los malos van por el mundo con ventaja competitiva y el Wenger de hoy, el que no ha ganado ningún trofeo en cinco años, no lo quiere reconocer.

El antiguo Wenger, el que estuvo toda una temporada sin perder [la Liga del curso 2003-2004], era menos puro en su idealismo. Tenía a tipos malos en su equipo, o al menos tipos duros y fornidos, como su capitán Tony Adams, un central que no hubiera sabido como deletrear la palabra arte, pero era un veterano de guerra que daría la vida por frenar al enemigo. El actual Arsenal tiene al español Cesc Fábregas como capitán. Al joven Fábregas no le gana nadie en competitividad; en ese sentido es un digno sucesor de Adams. Y además juega con mucho arte. Pero lo que hace falta en el Arsenal es un par de Adamses, tipos con experiencia cuya especialidad es recuperar el balón; no hacer jugar sino impedir que el rival juegue, que es a lo que se dedican más de la mitad de los jugadores del Chelsea y del Manchester United.

Ese puntito de maldad, o de cínico pragmatismo, es lo que le hace falta a Obama para lograr sus objetivos en el cruel mundo real. También a Wenger. Algo tendrán que sacrificar si quieren pasar a la historia no como quijotes admirables, como idealistas que rozaron el ridículo, sino como triunfadores que hicieron realidad los sueños que, en su momento, encandilaron al mundo.


Publicado en el diario El País de España (21.02.2010)

martes, 16 de febrero de 2010

Humanos

Por ANDONI ZUBIZARRETA

Al final, va a resultar que todos los superhéroes futboleros van a ser humanos, mortales, gente que se equivoca y falla. Vamos, como cualquiera de nosotros. Bueno, con una sustancial diferencia: sus errores los sabemos y conocemos todos; los nuestros, los de los ciudadanos anónimos, quedan en la intimidad de nuestro hogar, nuestra oficina, nuestro grupo de amigos.

Al final, va a resultar que el implacable FC Barcelona es de carne y hueso. Si quieren una muestra definitiva, observen la cara de Keita cuando se levanta del suelo, ya lesionado, ya seguro de que aquel pinchazo que había sentido en el minuto 1 de partido le iba a dejar unas cuantas semanas en el dique seco. Dice Guardiola que Keita es una persona que se merece todo lo bueno que le pueda pasar; dice que es un tipo comprometido consigo mismo, con el equipo y con el juego. Tal vez por eso la cara de dolor del de Malí era de mayor dolor, ya que sabía que dejaba el terreno de juego el día en el que no se podía faltar a la refriega.

Fíjense si, al final, los superhéroes van a ser humanos, que los que lograron la gesta de derrotar al hasta el domingo invicto Barça, fueron unos jugadores que hace escasas semanas estaban en la picota, una plantilla bajo sospecha a lo largo de toda la temporada y que, tras lograr la clasificación para la final de la Copa, parecía liberada de todos sus fantasmas, aquéllos que habían convertido a jugadores estupendos como Forlán, Agüero o Reyes, por citar una muestra del vestuario del Atlético, en la sombra de su propia sombra. Y allí estaban todos ellos juntos, como un equipo, como un solo jugador, mirándole a los ojos al supercampeón, retándole a sacar lo mejor de sí mismo para lograr la victoria. Tomaremos a los rojiblancos como estampa para superar esta crisis que nos desborda en la convicción de que no hay infierno que cien años dure aunque sea colchonero.

El caso es que el Barça perdió su primer encuentro sin ninguna excusa que poner a pesar de que se pudo esconder tras todo un amplio catálogo de peros y esto, en un mundo como éste del fútbol, en el que quien más quien menos, sea en Primera o en Regional Preferente, tiene en la punta de la lengua un argumento para justificar la derrota que casi nunca suele llegar porque el rival ha sido, simplemente, mejor que nosotros, esto, les decía, también es una forma de jugar los partidos, ya que no terminan cuando el árbitro pita el final, sino cuando decidimos olvidarnos del último jugado para centrarnos en el nuevo reto.

Y, al final, como todo ser humano que se precie de serlo, al Barça le toca hacer valer esa idea de que no es importante las veces que caigas, sino las que seas capaz de levantarte para volver a la contienda. Esto, que siempre es un buen eslogan, también es una de aquellas tareas en las que, por mucho empeño que pongas, uno no sabe si, al final, es mejor olvidarse de todo, activar el reset mental, disfrutar de 48 horas de fiesta y volver a empezar o, por el contrario, cerrar filas, reunirse en el vestuario para lamerse las heridas, conjurarse y, regodeándose en el dolor sufrido, renovarse para volver a ser invencible.

Para ello suele venir bien comenzar aceptando que uno es humano y, por tanto, no está libre del error, de la derrota, del resultado adverso, todo eso de lo que el Barça ha vivido lejos en estos últimos meses a base de trabajo, planificación y talento. Y aceptarlo todo con una sonrisa.

Publicado en el diario El País de España (16.02.2010)

lunes, 8 de febrero de 2010

El entrenador

Por DAVID TRUEBA

Hace años que quiero hacer una película en torno a la figura del entrenador. El primer destello nació en una ocasión en que fui a dar una conferencia a una ciudad de provincias y me llevaron a un restaurante. En la mesa del fondo reconocí a un antiguo jugador, no demasiado famoso, que entonces era entrenador del equipo local de Segunda División. El equipo pasaba por problemas y nadie sabía si el entrenador duraría mucho en el banquillo. Lo que me fascinó fue mirarlo. Estaba solo, comiendo con parsimonia un guiso casero y tomando una cerveza, en chándal, con un reloj de oro y con gesto ensimismado. Me pareció la estampa perfecta de la soledad.

Desde entonces los entrenadores atraen mi atención. Puede que, al verlos en esa posición de privilegio, dando órdenes a los jugadores, con esa supuesta autoridad sobre el entorno, mucha gente tenga la falsa sensación de que son tipos a los que envidiar. Pero yo siempre pienso en lo solos que están. Han adquirido la madurez que a los jugadores en activo les falta, ellos ya pueden ver el deporte desde una perspectiva más sabia, más calmada, más completa. Sufren como nadie la velocidad del juego. Ésa que hace que Guti esté muerto y enterrado un día y sea un genio imprescindible siete tardes después. No hay tiempo, la vaca está sobreordeñada con partidos a todas horas, así que la formación de los jugadores tiene que condensarse en los quince días de pretemporada y en las correcciones a cada partido concreto. Es algo así como dar clase subido a la montaña rusa.

Las relaciones con los equipos directivos no son fáciles. Los entrenadores son siempre una apuesta a ciegas y, más aún, en España, donde la paciencia dura siete partidos. Sería impensable disfrutar aquí del sistema británico, donde un entrenador se pasa la vida en el banquillo de su equipo, transmitiendo a los jugadores y a la afición una certeza casi inamovible. Aquí el presidente siempre tiene cara de estarse preguntando: ¿me habré equivocado contratando a este tipo? Luego, en una especie de juego teatral, en el campo, el jugador es la pieza fundamental y el entrenador sólo el espectador con mejor asiento o, mejor dicho, el más cercano al césped. La suerte como entrenador está depositada en ellos y si las cosas no salen bien los marineros hundirán el barco sin que el capitán pueda hacer otra cosa que esperar la patada que lo mandará a los tiburones.

Puede que no todos los españoles llevemos un jugador dentro, que nos sintamos un poco disminuidos ante Messi o Raúl, pero no existe español que no lleve un entrenador resolutivo, fiable y drástico metido en sus zapatos. Todos sabemos lo que hay que hacer, como esos padres que van a ver el partido del chaval y se ceban con el entrenador de su hijo porque no es capaz de sacarle el potencial que él sabe que el niño tiene porque lo ha visto a la hora de la merienda.

El entrenador llega a una ciudad desconocida con su familia, escolariza a sus hijos, convence a la mujer de que cualquier infumable pueblucho es tan disfrutable como Nueva York. Me imagino los domingos a la noche cuando llega a casa tras la derrota y se mete un pastillazo para poder dormir. Cuando los familiares se fatigan de ceses y cambio de residencias y colegios, le dejan ir solo a su nuevo empleo y el entrenador ocupa un hotel o un apartamentito y se pasa las horas libres colgado del teléfono, diciéndole a su niña que apriete en los exámenes mientras en el vídeo repasa el partido que perdieron el domingo sin que le parezca tan dramático el mal juego de los suyos. A los entrenadores se les va poniendo una cara amostazada con el tiempo y, por mucho buen carácter o entrega de profesor de colegio que tengan, no es raro verlos en algún casinillo local o con la nariz roja y las venillas coloradas y no precisamente por el frío. Desarrollan con su segundo y a veces con su preparador físico una especie de relación cómplice y rutinaria que se parece más a la serie Matrimoniadas que a un éxtasis deportivo.

El entrenador termina por ser alguien que sabe mucho de un juego al que no puede jugar. Sólo la capacidad de resistencia a la frustración y el placer del juego y el buen sueldo le harán seguir a lomos de la montaña rusa, aguardando el día en que por fin le toque un partido histórico, pero incluso ese día no olvida que los protagonistas son otros. Y con la maleta siempre hecha para cuando llega la tarde en que el presidente o el hijo del presidente o un vocal de la junta con más arrestos le enseña la puerta de salida con gesto alicaído. Y llega la mañana, a veces no demasiado lejana de aquella otra en que se presentó a la plantilla cargado de esperanzas, en la que se despide de alguno de los jugadores con un apretón de manos o de los otros sacándose un puñal de la espalda. Y ese tipo adusto y serio vuelve a ponerse en el camino hacia ninguna parte, donde tan magistralmente situó el añorado Fernán Gómez a nuestros cómicos de la legua.

Publicado en el diario El País de España ( 08.02.2010)