Páginas

jueves, 10 de junio de 2010

Empieza la Argentina

Por MARTÍN CAPARRÓS


Toquecito a Villoro:

Ay, caro güey, ¿cómo no suponer que me hablas de arbitrajes mexicanos como baja venganza por mentarte a Maxi? ¿Y qué otra respuesta me dejas, desdichado, que lanzarte con carrillos henchidos “¡Codesal!”, insulto bruto entre mis compatriotas, del nombre de aquel mexica dizque juez que nos sustrajo con penal penoso la final del Mundial del 90? Lo recuerdas, seguro: fue aquel en el que Maradona, rengo de toda renguitud, empezó su romance con la televisión usándola para que cientos de millones le leyeran los labios que decían, a sus anfitriones italianos, hijos de puta, hijos de puta. Pero no voy a dejar, por hoy, que me distraigas: quería contarte lo que me pasó la semana pasada, cuando llegué a Dhaka.

–Lo estábamos esperando.

Me dijo el bengalí que me recibió en el aeropuerto, y se rió. Yo no entendí el chiste: si no hubiera estado esperándome, ¿qué haría parado a la salida del aeropuerto con un cartel con mi nombre en la mano? Después me subí al coche, salimos, entendí: la ciudad rebosaba de banderas argentinas.

Dhaka, la capital de Bangladesh, la ciudad más horrible y más lejana, rebosaba de banderas argentinas; sin dudas, muchas más que en Buenos Aires. Había, también, bastantes brasileñas, algunas alemanas y españolas, incluso una italiana; la argentina era la más presente. Me explicaron que era por el Mundial. Bangladesh no tiene un equipo de fútbol digno de ese nombre, el deporte nacional es el cricket y no hay un bengalí que sepa tirar una pared, pero no querían quedarse tan afuera del mundo, así que se buscaron una forma vicaria de sentirse adentro:

–Sí, somos muy fans de la Argentina. De Brasil también, pero más de Argentina.

–¿De Argentina? ¿Por qué?

–¿Cómo, por qué? ¡Por Maradona!

Para ellos Maradona sigue allí, pese a Codesal, pese a los años, pese a que tú, vano de tu flacura, lo llames un gordito.

–Pero ya no juega.

–No, pero es el jefe, ¿no?

Lo cual constituye la superación dialéctica del diálogo clásico, ése que ya he escuchado con todos los acentos:

–Where are you from?

–Argentina.

–Ah, Argentina… ¡Maradona!

Dicen siempre, y se ríen. Lo tengo dicho, repetido: “No se me ocurre ningún otro caso de país tan uniformemente sintetizado, definido por la figura de un señor. El vocabulario global pronuncia muy pocas palabras argentinas: tango ya tiene casi un siglo y después, además de maradona, la única voz que le dimos al mundo es el neologismo desaparecido. El jugador Maradona apareció en el momento justo en que la televisión empezaba a llevar el fútbol a los confines más lejanos: miles de millones de chinos, rusos, indios, africanos que nunca oyeron hablar del gaucho, de Evita, de Gardel, y que no relacionan a Guevara con el país donde nació, han visto a Maradona cacheteando pelotas –y es lo que saben de nosotros. Alguna vez terminaremos de aceptar que para dos o tres mil millones de personas la Argentina y los argentinos –todos los argentinos, las vacas, las montañas, los presidentes, los violadores fugitivos, el novio de tu hermana, aquel triciclo, los inmigrantes bajando de los barcos, el cielo de humahuaca, el peronismo, la esquina de carabobo y cucha cucha, la marcha de san lorenzo, tu futuro, los ovejeros belgas y hojitas y sánguches de miga, las pastillas refresco, tlön uqbar orbis tertius, este papel manchado– no somos nada más o nada menos que la confusa nube de pedos que aureola la pierna izquierda del Gran Diez. El mundo está lleno de personas que nunca oyeron hablar de la Argentina pero sí de Maradona; el mundo está lleno de otras personas que sólo oyeron hablar de la Argentina porque oyeron hablar de Maradona. En el mundo –para todos los que no son vecinos o europeos con parientes o tercermundistas más o menos cultos–, la Argentina somos él. Digo: para miles de millones de personas somos él. Es un destino. Supongo que podría ser mejor. Y podría ser, también, mucho peor”.

Y lo volvía a pensar, en Dhaka, mientras miraba banderas argentinas: que estaban ahí por Maradona. Es demasiado para un solo pibe de Fiorito. Pero lo más impresionante fue cuando me contaron, más tarde, la historia de ese muchacho que murió por la patria. Como verás, Villoro, no sólo los tuyos hacen esas cosas. El muchacho tenía 24 años y era módicamente pobre –en Bangladesh ser pobre significa no ganar ni un centavo y comer de vez en cuando; ser módicamente pobre implica tener un trabajito informal y llevarse 70 dólares por mes–, pero ese día había conseguido algún dinero y decidió darse un gusto. Entonces pagó 150 takas bengalíes –2 dólares– por una bandera de un metro y de Argentina. Bravucón, buscó el árbol más grande de su barrio, un manguero, para clavarla en esa cumbre donde todos la vieran. Aquí no sólo se trata de poner banderas; se trata de ponerlas muy grandes y en lugares muy raros. En estos días he visto banderas argentinas en una pista de aterrizaje, en un tanque de guerra, en el medio de un lago, en la cabeza de un búfalo de agua. Así que el muchacho decidió enarbolar su enseña y empezó a trepar. Trepó poquito; al cabo de unas cuantas ramas fue al suelo con grito y se partió la crisma: se murió. Es cierto que morirse en Bangladesh no es lo mismo que morirse en otros lugares –ni siquiera en México, no creas. Aquí suponen que las personas sobran, así que se mueren sin parar; se mueren inundadas porque viven en campos tres centímetros por encima del nivel del mar, se mueren enterradas porque viven en edificios que se derrumban o se incendian a la menor provocación, se mueren enfermas porque se enfermaron. Se mueren, todo el tiempo se mueren.

–Querida, esta noche no me esperes a cenar que tengo que morirme.

–Bueno, amor, pero no vuelvas demasiado tarde.

Aún así, la muerte del patriota pifiado salió en todos los diarios. A mí también me conmovió. Morirse por la bandera ¿propia? es una tontería; morirse por una ajena debe ranquear segundo o tercero en la Copa del Mundo de las tonterías. O debería decir: morirse por la bandera ¿propia? es una estupidez con buena prensa; morirse por una ajena es una originalidad extrema, una obra de arte conceptual que pone en su lugar a todos esos moridores por un trapo. En cualquier caso, el muchacho consiguió hacerse un nombre –aunque yo no consiga recordarlo. “Cuando salgamos campeones –me decían, en primera persona, bengalíes, hablando de nosotros–, vamos a ir a festejar a su barrio, delante de su árbol”: consiguió, no es poco, un árbol y la sombra lejana de una patria.

Bengala, la semana pasada, era una improbable provincia argentina. Y esta semana en Cairo, sin banderas, también muchos me han dicho que van por la Argentina. Me paso la vida dando vueltas por ahí y nunca nadie se interesa por mi país de origen –salvo en estos días. La Argentina es un país estacional, intermitente. Otros existen más a menudo; la Argentina aparece en el mundo con toda regularidad cada cuatro años, a mediados de los años pares no bisiestos: sólo por el fútbol. Pasado mañana empieza la Argentina. Va a durar un mes, habrá que aprovecharlo. Después, a partir del 12 de julio, vamos a volver a ser la Bella Durmiente que espera el pelotazo del príncipe encantado, caro güey: un país tanto más chico que el tuyo, más fallido. Y, sin embargo, ay de ti, no vi en toda Bangladesh ni una bandera mexicana. El mundo, lo sabemos, vive equivocado.

– Martín Caparrós


Publicado en el blog Jugadas de pared de la revista Letras Libres.

¿Copa del Mundo?

Por JOAO PAULO CUENCA

Baja la temperatura en Rio de Janeiro. 18 grados es suficiente para que las mujeres cariocas usen botas de cuero, bufandas y sombreros.

Los hombres, también constreñidos por el frío, caminan por centro de la ciudad con las manos metidas en los bolsillos de abrigos arrugados.

Un poco antes del almuerzo, la fachada de una tienda de electrodomésticos muestra el último partido amistoso de la selección brasileña antes de la Copa en muchos aparatos de televisión. En otros tiempos se vería una multitud apiñada en la vereda pero hoy son pocos los que se mueven para ver a Brasil entrenándose contra Tanzania días después de que la selección más vencedora de la historia hubiera prestigiado la dictadura de Mugabe por algunas pocas monedas en Zimbabwe.

Con la pereza de una selección sin carisma y de un técnico antipático que pasa la mayor parte del tiempo de sus entrevistas atacando a la prensa, los diarios gastan sus páginas hablando sobre las vuvuzelas, el balón Jabulami y los contrastes de la sociedad africana. El clima, aparte del frio, anda agrio por aquí. Y poco interesa que Brasil se haya clasificado para la Copa del Mundo con muchos cuerpos de ventaja, aparte de haber vencido en la Copa América y la Copa de las Confederaciones bajo la administración Dunga. Nombres como Josué, Maicon, Felipe Melo, Elano y Michel Bastos nada significan para el carioca que no le hace caso a la apelación que le hacen las estaciones de televisión en las vísperas de Copa del Mundo. Después de la no convocatoria de los jóvenes Neymar y Ganso (que hicieron un primer semestre cinematográfico en el Santos), aparte de Ronaldinho Gaúcho (que venía ensayando una buena vuelta), el carioca distraído no parece creer que nuestra selección sea una de las favoritas de esta Copa.

Al contrario, es claro, lo que la masacre publicitaria de siempre intenta imponer. Pero hasta en eso hay un divorcio explícito entre lo que se esperaría en vísperas del mundial y lo que se ve –desde que acompaño al fútbol, esta es la Copa en que menos se pueden ver banderas y calles pintadas por la ciudad

En este momento somos una nación distraída, con frío y sueño.

***

El mayor dramaturgo brasileño se llamaba Nelson Rodrigues y, junto con su enorme producción para el teatro, era un crítico deportivo apasionado por el fútbol.

Antes de que venciéramos nuestro primero mundial en 1958, cuando “dejamos de ser un país de ordinarios”, Nelson escribió que “la selección brasileña significa todos y cada uno de nosotros. Al fin, ella traduce una proyección de nuestros defectos y de nuestras calidades. En 1950, pasó más que el revés de 11 sospechosos, lo que hubo fue el fracaso del hombre brasileño.”

Nada más opuesto a 2010, cuando esta selección europea de Dunga es una banda de alienígenas.

***

Y que la Copa – ¿cuándo es que empieza? – nos guarde alguna sorpresa.


----------

JP Cuenca (04.08.1978) nació en Rio de Janeiro y es autor de las novelas El día Mastroiani, Corpo presente y O único final feliz para uma historia de amor é um acidente.

Nuestra esperanza se viste de negro

Por JUAN VILLORO

Pase a Caparrós:

Los pases de los futbolistas mexicanos suelen ser laterales. Espero que éste vaya lejos y te alcance en el país donde te encuentras, que para mí sigue siendo desconocido. ¿Estás rodeado de tribus, desplazados, traficantes de armas?

Hubiera preferido que esperaras más para mentar a Maxi Rodríguez, que archivó las esperanzas mexicanas en Alemania 2006. En mi correo anterior elogié las posibilidades de Argentina. Lo hice por admiración pero también por miedo: “No nos une el amor sino el espanto”, dijo Borges. Se refería a Buenos Aires, pero profetizó el ánimo con que los mexicanos encararíamos otro encuentro con Argentina. Nuestra amistad, querido nómada, se puede poner a prueba en el cuarto partido. Si ahora eres capaz de decir “incluso la selección mexicana, recuerdo, ha hecho un gol alguna vez”, ya imagino lo que despacharás con júbilo mexicanicida. Confío en que superemos el trance. Mencionas el fútbol como una de las reservas salvajes del civilizado. La amistad también admite el gozo primitivo y transforma el ultraje en complicidad. Si te digo “pinche”, ya sabes que es de afecto.

Soy abogado de un cliente poco fiable: la selección que ahora se viste de negro (no sé si por posmoderna elegancia o por luto anticipado). Cuando Hugo Sánchez entrenaba al Tri, dijo que la camiseta verde se confundía con la cancha. El despistado mediocampista mandaba un maravilloso pase…¡al césped! Lo cierto es que no abundan equipos con camiseta color pasto. En México está el León, cuyo lema competitivo es “La vida no vale nada”. Alemania también ha usado el verde para su camiseta sustituta, pero a ellos les basta masticar una aspirina para poder con todo.

Creo que la misión oculta del uniforme negro es emular al árbitro, al menos a los de antes, que vestían sacerdotalmente. El árbitro es el máximo aficionado del fútbol. El hincha desorbitado. Obviamente, preferiría jugar en un equipo, pero le faltaron facultades. Al precio altísimo de ser injuriado, sopla la justicia en su silbato. Es su manera de compartir la merienda de los dioses. A tu catálogo de lo que encandila en el fútbol, agrego otro mérito: la injusticia. ¡Qué tedioso sería que el árbitro no se equivocara! La democracia física que describes (en la que un gordo es Maradona y un acelerado de pies torcidos Garrincha), depende de un hombre que suda a diez metros del balón y tiene un segundo para decidir si lo que no alcanzó a ver bien fue un pénalti o una caída de teatral escuela. Esta condición imponderable engrandece al juego y desespera a los locutores que preferirían que el fútbol fuera vigilado por eficientes robots televisivos. En cada partido 22 hombres pretenden ser Aquiles y uno se resigna a ser Héctor. Los futbolistas juegan a ser dioses y el árbitro a ser hombre. Ningún otro deporte tiene un sistema de jurisprudencia tan endeble, es decir, tan parecido a la vida.

Como maliciosamente recordabas, México ha destacado poco, pero contamos con una afición delirante y un buen nivel de arbitraje (lo cual equivale a decir que también en la hierba tenemos buenos aficionados: no es raro que el juez mexicano le pida camisetas o autógrafos a los jugadores que acaba de procesar en la cancha). La administración del error humano ha sido un oficio bien llevado en nuestras canchas. Cuando el árbitro se equivoca en favor de México, una fanaticada que entiende de ilegalidades exclama: “¡Árbitro justo!”

Ideal para el existencialismo o para tocar en un mariachi, el negro no parece el color de la esperanza. México se vestirá así en Sudáfrica, en callado homenaje a los árbitros, esos hinchas extremos que envidian a Adán porque no tuvo una madre que fuera insultada en un estadio.

– Juan Villoro


Publicado en el blog Jugadas de Papel de la revista Letras Libres (09.06.2010)

¿Por qué el fútbol?

Por MARTÍN CAPARRÓS

Pelotazo a Villoro:

A ti te pasa, por una vez, lo mismo que a mí: te intriga –y por eso escribiste Dios es redondo– que la palabra Mundial signifique una copa de fútbol, que a partir de este viernes miles de millones de personas se pasarán un mes mirando embobecidas, enardecidas, ensoberbecidas, decididamente heterocidas cómo once muchachotes de un país patean para un lado y once de otro para el otro.

Y yo también, y tú. No sé si estarás de acuerdo con mi definición: en mi caso, sospecho que el fútbol es el espacio de mi salvajería feliz. Me paso la vida tratando de pensar cosas, de tener cierta mirada sobre el mundo, de no perder el tiempo –en síntesis, soy muy insoportable, sobre todo para mí– salvo en esos momentos: durante dos horas un par de veces por semana toda mi atención, todo mi esfuerzo, todas mis emociones dependen de que ese cuero inflado pase o no pase una raya pintada en el suelo.

Es un momento raro: sé que todo es una puesta en escena para que unos pocos ganen plata, sé que las instituciones del fútbol son una cueva de mafiosos y entruchados, sé que ningún gol va a influir en lo que sí me atañe y, sin embargo, durante esas dos horas, nada me importa más que lo que está pasando allá en el verde, con un nivel de concentración y de tensión que ya querría para otras situaciones. Digo: salvajería feliz, la suspensión del juicio. La salvajería es difícil de ejercer: la hemos dejado sin espacios. Nos quedan, creo, tres –a mí, digo; a ti no sé–: la mesa, la cama y la tribuna. Y los dos primeros producen discursos tanto más complejos: uno puede planificar una vida alrededor de lo que hace en la cama o entender la historia del mundo y la cultura alrededor de lo que pasa en la mesa. En cambio el fútbol no tiene nada de eso: es bastardo, pegajoso y carece de cualquier prestigio, pero sigue siendo tan tontamente apasionante. Es, sin duda, nuestra pavada insigne.

El fútbol ocupa un lugar desmesurado en nuestras conversaciones, nuestras expectativas, nuestro imaginario: eso que solemos llamar nuestra cultura. Hubo tiempos en que los intelectuales lo desdeñaban de un plumazo: era el opio de los pueblos, decían, y era suficiente. Ahora, tiempos de droga dura y pueblos muy confusos, algunos entendieron que no alcanza con decir que el opio es opio: que vale la pena preguntarse cómo droga, para qué, por qué. El fútbol es uno de los grandes inventos de la modernidad, y tiene una curiosa particularidad: podría perfectamente no existir. ¿Te has parado a imaginar, Villoro, un mundo sin fútbol? Los hechos culturales de ese calibre suelen mostrar cierta lógica, cierta necesidad –que los hace más fácilmente comprensibles. Que el espectáculo de los antedichos muchachones haya tomado este carácter de religión mundial era impensable hace cien años –y, por supuesto, casi todo el resto habría sido igual sin eso. Por eso el fútbol es, entre otras cosas, una de las grandes intrigas de la historia cultural del siglo XX. Muchas veces me he hecho la pregunta: ¿por qué el fútbol?

Si tenía que ser un deporte, podía haber sido cualquier otro. A fines del siglo XIX, cuando Britania ruleaba los mares y vendía sus costumbres, había varios juegos que podían haber sido. Aquellos mismos barcos llevaron aquí y allá el cricket, el rugby, el remo, el tennis, el hockey, y sin embargo el football les ganó por goleada. Es obvio que, en esos tiempos de constitución de la sociedad moderna, de ruptura de los vínculos tradicionales, un deporte colectivo tenía ventajas sobre los individuales: hay algo muy fuerte en ese modo de sentirse parte, aliado con otros en busca de lo mismo. La sensación de armar algo más importante que uno en esa suma: la última tribu. Y, desde el punto de vista del espectador a punto de convertirse en hincha, es más fácil identificarse con un equipo que sigue siendo el mismo más allá de los cambios de hombres. Pero había otros deportes colectivos que se ofrecían al éxito. El cricket es un plomo intragable pero el rugby, por ejemplo, es muy parecido al football y, sin embargo, se quedó en minorías.

El football tiene un par de ventajas: parece menos peligroso, requiere más habilidad y menos fuerza física y sus reglas son más claras: lo entienden incluso los que no lo entienden. Se puede tocar la pelota con todo el cuerpo salvo con la mano, la pelota puede ir en cualquier dirección, cuando alguien la tira afuera un contrario la vuelve a poner en juego, no se puede violentar al contrario; sólo el offside es complicado –pero los partidos informales nunca lo incluyeron– y, en general, pese a su simpleza, ofrece cantidad de situaciones y variantes. Pero siempre creí que la ventaja inicial es que el football es mucho más adaptable: cuatro chicos con una pelota de papel pueden jugar a algo que se parece mucho al football; en cambio el basquet necesita un aro, el beisbol un bate, un guante y un espacio grande, el polo una tropilla, y así de seguido.

En el fútbol, además, cualquier chico puede ser un grande: Maradona, el mejor, era un gordito que la mayoría de los deportes habrían descartado antes de que se cambiara. Pero al fútbol pueden jugar todos: el petiso movedizo o el grandote casi torpe, el corredor desenfrenado o la mole que se planta, el más vivo de la clase y el más bobo; si hasta tú y yo hemos jugado alguna vez. El fútbol no es como otros deportes que exigen un físico o un carácter determinados: cada tipo de habilidad tiene su espacio, hay puestos para todos –sólo hay que descubrirse.

Se podría hablar mucho –el fútbol se ha convertido en una fuente incontenible de pavadas–, pero la gran diferencia es que el football tiene el goal. En otros deportes colectivos, los equipos hacen muchos tantos: un partido de basquet puede terminar 90 a 85, uno de rugby 35 a 15, uno de volley tres veces 15-13: el momento supremo –el de la conquista– se vuelve, por repetido, un poco pavo. En cambio el gol sucede tan de tanto en tanto que cada vez es única: un gol no es el resultado de la lógica del juego –como en el basquet o el voley o el tenis– sino un azar, una obra extraordinaria, un acto casi mágico. El fútbol, todo el fútbol, es el contagio de la magia del gol: ese momento que no sucede casi nunca y que, al suceder, hace que todo el resto cobre su sentido.

El gol es una irregularidad, una excepción extrema –porque el fútbol es fracaso casi siempre. El fútbol ofrece una moraleja que, por suerte, no solemos leer: el 98 por ciento de un partido consiste en intentonas: tentativas fracasadas de aproximación a la única meta decisiva. Una montaña de fracasos y, sin embargo, los jugadores no dejan de intentarlo: eso es el fútbol –pero no lo cuenten: si lo llega a descubrir un cura o un pastor o un novelista malo hacen un desastre. El fútbol es fiasco, desengaño, cabezonería: todo para llegar al gol y el gol no llega.

Pero a veces llega –incluso la selección mexicana, recuerdo, ha hecho algún gol alguna vez– y entonces el gol es, también, la consagración de un modo de suponer el mundo: que todo es posible de repente, que no importa el proceso sino ese momento, que uno –su equipo– puede haberse pasado toda la tarde colgado del travesaño y peloteado y que siempre cabe la esperanza del zapatazo salvador. En la vida las cosas no se definen, como en el fútbol, en un instante extraordinario. Van pasando de a poco, se extienden en el tiempo, no son como aquel gol en el último minuto o el penal atajado que termina de sacarte campeón –de una vez, para siempre. No son, tampoco, ese momento en que te embocan, que te ponen, que te rompen el orto, que te empoman, ese segundo de incredulidad en que lo terrible está por suceder pero todavía puede ser que no y el segundo siguiente, cuando la pelota ya está adentro de tu arco, la perplejidad, la desazón que no admite respuestas –no se puede gritar, saltar, desgañitarse–, que te lleva a un segundo de una parálisis perfecta, justo antes de la puteada o la extrema desazón. Ese momento en que lo peor acaba de pasar sin que puedas evitarlo de ninguna manera, en que la amenaza acaba de convertirse en realidad, en que ya está –en que nada puede ser modificado pero, al mismo tiempo, todo es demasiado reciente como para haberlo aceptado todavía. Ese momento de mierda en que te acaban de meter un gol –remember, caro güey, Maxi Rodríguez.

O, de nuevo, ese momento extraordinario en que vos lo metés –que tu equipo lo mete. El momento perfecto, el gozo idiota, pura explosión sin pensamiento: el que hizo la diferencia, el que te hace pensar que ojalá la vida fuera como el fútbol. El que hará que, durante un mes glorioso, vaya a ser bastante parecida.

Perdona, Villoro, que te haya dado tanta lata. Es que en los viajes hablo poco y me lleno de verba. Prometo, de ahora en más, moderación y pases cortos.

– Martín Caparrós


Publicado en el blog Jugadas de Pared de la revista Letras Libres (08.06.2010).

miércoles, 9 de junio de 2010

El líder y la manada

Por OLIVERIO COELHO
El primer mundial que recuerdo es el del 86. Tenía nueve años. Estaba lejos de apreciar el fútbol como un arte. El equipo de Bilardo, al igual que el de Maradona hoy, había llegado a clasificarse a los tumbos, con un gol agónico de Gareca frente a Perú –un gol tan milagroso como el de Palermo, también ante Perú–. En cada mundial, desde entonces, lo que se pone en juego en Argentina, además de un negocio incalculable, es el tamaño del orgullo nacional, la esperanza de millones de personas para las cuales ser campeón equivale a disputar por un tiempo la hegemonía –no sólo futbolística- de Brasil.

En el 2002 las expectativas generadas por el equipo de Bielsa, ganador cómodo de las eliminatorias sudamericanas, eran enormes. Para colmo, a todos nos parecía obvio que un mundial exitoso vendría a compensar las adversidades que vivía el país. Como si la máxima “desafortunado en el amor, afortunado en el juego” pudiera trasladarse al binomio política-fútbol, todos dábamos por sentado que la selección llegaría a la final por una ley infalible que nos garantizaba justicia en la desgracia. El recuerdo de aquel mundial puede sintetizarse en una frase: imposible tanta desdicha junta.

Hoy la Argentina no es un país en crisis, vive un fervor patriótico en su bicentenario, y las individualidades de esta selección superan a las del equipo de Bielsa. Sin embargo, todas estas estrellas recién ahora empiezan a sincronizarse y casi todo el mundo pone reparos en torno a la capacidad de Maradona como técnico. Esa resistencia disminuyó después de que la albiceleste funcionó de una manera compacta y derrotó de visitante a Alemania en un amistoso. Pero las expectativas generales son modestas. En los cientos de programas y mesas especulativas que se ven en la televisión, queda claro que las semifinales son el margen máximo de esperanza que nos otorgamos.

Es posible que el equipo con el paso de los partidos y algunos buenos resultados, brille. Soy menos escéptico que la mayoría de mis compatriotas. Si bien en el fútbol el diseño táctico es relevante –y a las claras este no es el fuerte de Maradona–, el diseño anímico, la mística del equipo, es otro factor que puede equilibrar ciertas falencias tácticas. Maradona cree que a través de él se expresa Dios, es lo más parecido a un místico sin dogma pero con un Mesías. Sus jugadores no tienen por qué dudar de eso, habida cuenta de sus proezas en México 86 y del presente de Messi en el Barca. Maradona es, para ellos, un líder, un gurú en ese millonario destierro que a la mayoría les tocó vivir, desde adolescentes, en el fútbol europeo.

Después de tanto desarraigo, de tantos entrenadores autómatas al estilo Van Gaal, la paternidad extática de Maradona podría conducirlos a la utopía: primero funcionar como equipo, luego ser imbatibles. Ese tipo de inteligencia afectiva que tan buenos resultados le dio a Guardiola, y que Maradona intenta adaptar al crear un clima distendido durante la concentración albiceleste en Sudáfrica (nótese: posibilidad de tener sexo, llevar aritos, pelo largo, incurrir en alguna copa durante un asado, entrenar liviano y dormir como Dios manda) a priori le asegura a esta selección un lugar más simpático en la memoria que aquella comandada por el severo Pasarella en el 98. En manos de Maradona, los jugadores al menos son humanos… demasiado humanos… y no autómatas profesionales.

* Oliverio Coelho (Buenos Aires, 1977). Su último libro es Parte Doméstico (Emece, 2009).

martes, 8 de junio de 2010

¿África se escribe con A?

Por JUAN VILLORO

Pase a Caparrós:

En este diálogo un sedentario se comunica con un nómada. Estoy tristemente anclado en el D.F. mientras tú recorres territorios que no conozco. Ignoro si en Asia y África los héroes del Mundial salen de cajas de cereales o patrocinan cervezas. ¿Qué clase de locura es allá el fútbol? Esto lleva a una inquietud más amplia: ¿Tiene caso que suspendamos la respiración, el matrimonio y el trabajo a favor de lo que pasa en la cancha? ¿De qué diablos hablamos cuando hablamos de fútbol?

Dejo estas preguntas para que las medites en la sabana donde quizá corre un antílope y paso a un tema que alguna vez discutimos. Te sorprendió que yo dijera “le voy al Necaxa” para referirme al equipo que decide mis taquicardias. Tú hubieras dicho “soy de Boca”. El aficionado mexicano sigue a su equipo, lo cual implica cierta distancia; el argentino es uno con su club. En Boquita hablas del “jugador número doce”, invento porteño. Quien haya ido a la Bombonera sabe que el público aspira a definir el resultado. El aficionado mexicano está menos comprometido con esa intervención. La razón es obvia: si nuestros sentimientos dependieran del marcador tendríamos la vida emocional de un bacalao. Nos conviene pensar poco en el éxito. Lo decisivo no es lo que sucede sobre el césped sino el milagro guadalupano de estar juntos. La fiesta y el desmadre son los triunfos a los que podemos aspirar.

En otra parte de Boquita dices que el hincha argentino encara cada Mundial pensando qué tan lejos llegará su selección y te preguntas en qué se interesan los países que saben que no van a ganar. Querido nómada: ése es el caso de México. Somos actores de reparto casi fijos; pertenecemos a la élite de los cinco viajeros frecuentes a los Mundiales (los otros son Brasil, Alemania, Italia y Argentina). Ahorro el cruel repaso de nuestro rendimiento. Y sin embargo, nos ilusiona Sudáfrica. La obsesión concreta es llegar al quinto partido (en las últimas cuatro Copas nos hemos quedado en el cuarto); la obsesión metafísica es hacer algo raro y recordable: un gol de joroba de Cuauhtémoc Blanco. No esperamos milagros mayores, pero 16 mil mexicanos han acabado con sus ahorros para estar en Sudáfrica. La mayoría de ellos son paisanos que viven en Estados Unidos y encuentran en la selección un símbolo identitario o al menos una proliferación de Speedy González.

Sospecho que en el juego de las ilusiones espero más de Argentina que tú. Sudáfrica se parece mucho a México ’86, cuando la albiceleste calificó in extremis. Al principio, fue un equipo borroso; a partir de cuartos de final se convirtió en la selección mitológica que recordamos como la única que jugó en México. Bilardo y Maradona revirtieron la desconfianza en mantras paranoicos: “Todos hablan mal de nosotros”, “Nos putean sin saber quiénes somos”. No sé si esta vez habrá una reivindicación semejante, con las consecuentes frases inolvidables de Diego (continuación del “sigan chupando”), pero la concentración de talento puede encontrar espléndido acomodo en lo que hasta ahora ha sido el amontonamiento de un andén del metro.

A Argentina parecen sobrarle estrellas para llegar a la eficacia. Alemania no tiene ninguna pero el Bayern, subcampeón de la Champions, probó que mantiene un altísimo juego de conjunto. Además, viene de recibir dos pésimas noticias: el suicidio de Robert Enke y la lesión de Michael Ballack. Las desgracias son la golosina de Alemania. Ahí está la final de Suiza’54 para probarlo. Con sol, hubiera ganado Hungría. Con pésimo clima, la suerte fue alemana.

¿África se escribirá con A?

–Juan Villoro.


Publicado en el blog Jugadas de Pared de la revista Letras Libres (07.06.2010).

El grupo del sabio

Por DOMINGO VILLAR

Mi primer recuerdo son los brazos de Mario Kempes extendidos como alas en 1978, celebrando su segundo gol bajo un diluvio de papelitos blancos. “Es su Mundial, el de Argentina”, debió de murmurar mi padre sentado en el sofá, a mi lado: “El próximo es el nuestro”.


Y en 1982 se jugó la copa en España, sí. Pero fue de otros: de Conti, Rummenigge, Falcão y Dasayev. En mi casa sólo dejó frustración y un estadio nuevo en el que animar al Celta los domingos.

Al cabo de cuatro años cruzamos de nuevo el Atlántico con la bodega cargada de revancha y Butragueño. Tampoco fue suficiente. Hablaban de la altura que ahogaba a los jugadores en México, pero el verdadero Everest se llamaba Maradona.

Luego llegaron las desilusiones del 90, del 94, del 98, del 2002… Yo había cambiado de sofá, pero no de pregunta. La misma de cada vez en cada casa: ¿A qué diablos juega España? ¿Adónde se puede llegar sin estilo?

Nos habría dado lo mismo atacar como Brasil, cargar como alemanes, combinar como holandeses o dar dos vueltas a la cerradura como Italia. Cualquier cosa antes que aquella maldita incertidumbre de ver a los nuestros correr en cada ocasión con un plan diferente.

“Son ustedes la Furia”, nos bautizó alguien. “La Furia española”, repitieron muy serios. Y muchos nos imaginamos su risa contenida al vernos pasear por los Mundiales con la cruz, la espada, la mirada arrogante de los conquistadores…, y el trasero zapateado. ¿Acaso los nuestros eran los únicos que regresaban al vestuario con la piel hecha un jirón? ¿Cuál era, más allá del esfuerzo, nuestro propósito?

“Ninguno” fue la respuesta hasta que hace poco más de un lustro alguien tomó una decisión. Así como Esparta consultaba a su Gerusía, España reclamó el consejo del más veterano de sus técnicos, el más entendido. Y el hombre de pelo blanco armó un equipo con el criterio de un niño: “Los mejores al campo”.

“¿Aunque no estén furiosos?”, preguntó alguien. “Aunque no estén furiosos”, confirmó el sabio. Y nos quedamos perplejos al comprobar cómo el puñado de chicos escogidos por aquel hombre despreciaba el martirio. ¡Sólo querían el balón!

En lugar de la armadura y la fiereza salieron al campo ataviados con el frac del prestidigitador. Y la pelota en sus pies se convirtió en un conejo que pasaba de la chistera de un mago a otra sin que los rivales atinasen a sujetarlo. Y entre la astucia del hombre y los trucos de sus pupilos alcanzamos la admiración y la gloria en Europa.

Hoy el grupo de audaces españoles viaja a Sudáfrica sin arrogancia, pero con la ilusión de alzar la Copa del Mundo por primera vez. Aunque no está con ellos el hombre sabio que los congregó, su legado se mantiene inalterado: las camisetas rojas son señuelos y el balón una liebre en los pies.

Hay enemigos temibles, y para alcanzar el trofeo será necesario añadir una buena ración de suerte a la osadía de los nuestros, pero en los sofás de las casas algo ha cambiado. Hoy el niño que ve los partidos a mi lado ya no se pregunta a qué juega España. Sólo le preocupa saber si se puede atrapar a un conejo con los pies.

* Domingo Villar (Vigo, 1971).La playa de los ahogados (Ediciones Siruela, 2009).


Publicado en el blog Papeles Perdidos del diario El País de España (07.06.2010).