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miércoles, 27 de enero de 2010

La esencia de los futbolistas


Por ANDONI ZUBIZARRETA

Sí, ya lo sé, somos los futbolistas esos seres que viven lejos de la realidad, aislados en su burbuja, sin palpar la vida en su real esencia. Y en esa popular valoración es igual que uno juegue con guantes o sin ellos. El fútbol suele catalogarse como un excelente escaparate de excentricidades, gestos vulgares, mensajes envenenados para nuestra gente joven. Cuántas veces habré escuchado eso de que somos un ejemplo para los niños y que eso nos debe comprometer más con nuestros gestos, con nuestras declaraciones, sabiendo que van a ser leídas por tantos y tantas que están en pleno proceso de maduración.

Sí, ya sé que futbolista y mercenario suelen ser dos palabras de rima perfecta, sobre todo cuando uno regresa a su club de origen jugando con la camiseta de ese equipo llamado grande (o no tanto) que le incorporó a sus filas al final de la última temporada y la grada decide acogerle con el mayor de los cariños.

Sí, lo sé, no es sencillo manejarse en ámbitos de tanto dinero cuando uno es joven, sin una gran experiencia en la vida, sin grandes referencias vitales, manteniendo unos criterios y unos valores que suelen estar en construcción en el mismo tiempo en el que uno ha de tomar decisiones que van a ser decisivas para su vida, tanto la deportiva como aquélla que hay que vivir cuando cuelgue las botas.

Pero me gustaría traerles ese mundo de contradicciones que suele ser el del fútbol profesional. Y para ello me gustaría apoyarme en uno de los hechos más dolorosos del pasado fin de semana.

Veamos. Hace unos meses, cuando la pasada temporada finalizaba, surgía el nombre de un candidato para ocupar la banda izquierda del multicampeón Barça: Filipe Luis. El Deportivo entendió que tenía una perla en su plantilla para negociar la mejor de las opciones para su economía de guerra, aquélla que le había hecho incorporar a un jugador que había estado en las categorías inferiores del Real Madrid sin llegar a hacerse un hueco en la primera plantilla.

El 3 deportivista mantuvo en todo momento una actitud elegante, sabiendo de las necesidades de su club e intentando congeniarlas con sus deseos de incorporarse a un Barça que suponía lo máximo en lo deportivo y, seguramente, también en lo económico. Pasó aquel tren, comenzó la temporada y el jugador siguió en una excelente línea deportiva, gran rendimiento, continuidad en las alineaciones, una primera vuelta fantástica en lo deportivo y un Athletic que les había puesto en enormes apuros en la primera parte. Y allí apareció Filipe Luis para acompañar una jugada de ataque nada más empezar la segunda mitad, la pelota rebota en un defensa y vuela hacia donde se encuentra libre de marcaje, solo, una ocasión única para abrir el marcador. Y ya sabemos que cuando el Depor se adelanta es muy difícil que pierda. El resto seguro que ya lo conocen: gol y gravísima lesión, todo en uno. Gol y el principal activo que maneja el futbolista, su físico, parte rumbo al quirófano. Gol y todo el plan estratégico del jugador que se tambalea en el mejor momento, en el mejor de los logros. Es en esa delicada y fina línea en donde se maneja el jugador, los jugadores. En esa tenue y discontinua frontera entre el éxito y el fracaso, siempre sustentado en su cuerpo y en su mente. Cuando el pie izquierdo de Filipe tocaba la pelota para enviarla a la red, y acercarse a la gloria del éxito, la pierna derecha sufría el choque con Iraizoz. Su peroné y su tobillo se quebraban. Una décima de lo excelso a lo más doloroso.

Dicen que, cuando llegaba al hospital, daba ánimos a todos y que, luego, le quitaba importancia a la intervención de Iraizoz recordándole al portero bilbaíno que eran gajes del oficio. No conozco a Filipe Luis. No nos hemos encontrado en ningún terreno de juego, pero me atrevo a sugerirle su nombre para hoy, para mañana, para siempre, a todos los que buscan encontrar en la esencia del fútbol la auténtica esencia de las personas.

Publicado en el diario El País de España (20.01.2010)

martes, 26 de enero de 2010

Los matones protegidos

Por JAVIER MARÍAS

Uno de los ejemplos más claros de cómo nuestras sociedades están entregadas a la política del appeasement o apaciguamiento -la que practicaron las democracias ante Hitler, y así les fue a partir de 1939- lo encontramos en el fútbol. Hace ya quince años escribí un artículo defendiendo al antiguo jugador del Manchester United Eric Cantona, que recibió unas severísimas sanciones por parte de su club y de su selección francesa, así como la reprobación de la prensa, porque se hartó de un individuo que le soltaba barbaridades sin cesar y, al retirarse del campo, expulsado, se acercó a él y le propinó un acrobático puntapié.

Posiblemente no debió patear a aquel hincha, pero se comprende que lo hiciera. Quizá mereció las sanciones, pero no la condena moral generalizada que las acompañó. El agredido, como todos los hinchas groseros y violentos que llenan los estadios, se estaba amparando en la masa y en el anonimato, estaba actuando con cobardía al insultar a resguardo al jugador, cosa que sin duda no habría hecho a solas y en su proximidad. Seguramente ningún hooligan se habría atrevido. Pocas acciones más despreciables que la de atacar en manada, sabiéndose impune, indistinguible, a salvo de las consecuencias.

Decía en aquella pieza remota que si hubiéramos visto esa secuencia en una película, la mayoría habríamos aplaudido a Cantona: el héroe, cansado de sufrir vejaciones, habría individualizado a la masa y le habría dado su merecido, mala suerte para el que se llevó el puntapié. No sabemos ver la vida real con la nitidez con que vemos cine o leemos novelas.

Algo parecido ha sucedido ahora con un delantero del Inter de Milán llamado Balotelli. Pese al apellido y a haber nacido en Palermo, se trata de un fornido negro, de madre ghanesa, motivo por el cual padece toda clase de insultos racistas cada vez que salta a un campo, y nunca tiene fácil jugar en la selección de su país, ya que, según demasiados aficionados, "no hay negros italianos".

Hace unas semanas, en un partido en Verona, tras haber soportado durante ochenta y ocho minutos los gritos simiescos del público, fue sustituido, y al retirarse aplaudió irónicamente a la masa que no había parado de humillarlo. Luego, ante los micrófonos, añadió otra "afrenta": "El público de Verona me da cada vez más asco". Cualquiera en su situación habría dicho, o por lo menos pensado, otro tanto. A diferencia de Cantona en su día, no se encaró con ningún aficionado ni a ninguno pateó. Se limitó a aplaudir y a expresar sus comprensibles sentimientos. Sin embargo, eso le ha valido una multa de siete mil euros, impuesta por el árbitro, "por haber provocado al público".

El Presidente del Chievo Verona se ha permitido negar la evidencia: "El problema no es el color de su piel, sino su actitud provocadora, que incita a que lo insulten". Hasta el alcalde de esa ciudad de amantes ha dicho su majadería: "Un profesional tiene que aguantar pitos e insultos". (No ha explicado por qué, pero el estamento político-futbolístico italiano, con Berlusconi a la cabeza de los sin cerebro, hace tiempo que perdió toda capacidad de razonar.) Es decir, a uno se lo hostiga sin pausa durante el ejercicio de su trabajo, y además en plan racista, y es uno el que "provoca al público" si reacciona mínimamente.

¿De dónde proceden estas ideas de que "un profesional" ha de callar ante los insultos, y de que el público sigue siendo "respetable" cuando hace muchísimo que dejó de serlo en todas partes? Recientemente oí reproches hacia Casillas porque se acercó a un crío valenciano que lo ponía verde y le pidió un poco de educación, nada más. "Hay que hacer caso omiso y concentrarse en el juego", lo amonestaban los periodistas.

Yo me pregunto cómo se hace caso omiso de las barbaridades que uno escucha nítidamente dirigidas a uno, de principio a fin de un partido. Cómo se concentra uno en parar los disparos. Salvando las distancias, es como si a un actor de teatro se le pidiera que pasara de los insultos lanzados con profusión desde el patio de butacas y se ciñera a su texto, como si allí no hubiera nadie. O a un cantante que siguiera impertérrito con su recital mientras le llueven abucheos e injurias. O a un escritor que continuara con su conferencia mientras los oyentes lo llaman "hijoputa" y "cabrón". Y como si a todos estos "profesionales" se los castigara y multara por interrumpirse o hacer frente a sus groseros detractores.

El razonamiento -es un decir- de los responsables del fútbol es más o menos: "Cualquier respuesta sólo empeorará las cosas". Esto es: "Permitamos y protejamos los abusos, el matonismo y la violencia verbal, no vayamos a soliviantar a los soliviantados". Lo mismo que en los años treinta: "Cedamos ante el furioso Hitler, no se vaya a poner aún más furioso". Ceder ante los comportamientos fascistas siempre se paga caro, porque el espíritu fascista -que puede darse en gente de izquierda- toma por debilidad cualquier inhibición del adversario, y no hace sino envalentonarse y aumentar su agresividad, hasta aniquilar a ese adversario. Si el apaciguamiento está institucionalizado; si los violentos y matones están protegidos; si se condena al individuo valiente que se enfrenta a ellos o por lo menos les señala su cobardía y su mezquindad, no es de extrañar que éstos se crezcan y que cada vez estemos todos más y más a su merced.


Publicado en el diario El País de España (24.01.2010)